Retiro lo escrito

Bote, bote, bote

A medida que se aproxima la jornada electoral, y con todos los sondeos abonando la más extraordinaria de sus expectativas, los dirigentes y candidatos del Partido Popular comienzan a sufrir el mal de san vito del ganador borracho con su triunfo, acompañado de una incontinencia verbal irreprimible. Como si después de meses (o mejor: de años) en perpetuo silencio a la hora de concretar propuestas y ofrecer medidas, se dieran cuenta, en los minutos finales de la carrera, que pueden proferir cualquier promesa disparatada sin riesgo de perder ya un solo voto. Es un fenómeno que se ha acelerado en los últimos días. Sobre todo después del debate televisivo entre Mariano Rajoy y Alfredo Pérez Rubalcaba. Recordarán ustedes que el profeta del Sentido Común aseguró que garantizaba los servicios públicos sanitarios y educativos y que actualizaría las pensiones. Han pasado los días y las encuestas y los señores y señoras del PP ya prometen no solo que no cambiará nada, sino que está todo garantizado, a mandar, oiga. A estas alturas, a tres días de los comicios, y según le escucho a un candidato conservador en la radio, el PP garantiza la sanidad pública, el sistema escolar público, el poder adquisitivo de los funcionarios, la actualización de las pensiones, las dotaciones presupuestarias para cumplir la ley de Dependencia y el subsidio de desempleo. Y por supuesto bajarán los impuestos, y sírvase lo que quiera que el camarero está ahí de adorno.

No es una información de Público, sino de ABC: el Estado español paga cada día casi cien millones de euros en concepto de pago de los intereses y amortización de una deuda pública acumulada que supera el medio billón de euros. Cien millones diarios. Más de veinte millones de euros diarios corresponden a las comunidades autonómicas, entre las cuales la peor situada es Cataluña que, como se ha hartado de decir el señor Durán i Lleida, debe abonar diariamente más de cuatro millones de euros. Canarias se sitúa en la zona medio baja de la tabla – pues resulta falso que sea la comunidad menos estrangulada – con una deuda acumulada de 3.422 millones de euros: los isleños debemos abonar 146 millones de euros anuales, es decir, unos 400.000 euros cada veinticuatro horas. Ayer mismo, para cubrir la emisión de letras prevista, el Tesoro debió incrementar los intereses un 40% sobre los de la  anterior subasta. A finales del inminente 2012, según los analistas menos apocalípticos, el Estado español se encontrará pagando ciento veinticinco millones de euros cada día. Pero Mariano Rajoy ya da botes por los mítines al tiempo que esboza su encantadora sonrisa de gárgola descangallada. Imagino que estos desfachatados embaucadores, tan felices de volver a despachos y palacetes, deberían inspirarme miedo, pero solo me provocan desprecio.

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Cáscaras

Si lo he entendido bien, Mariano Rajoy sostiene que la canariedad consiste en que tus hijos coman plátanos diariamente. A mí esta observación, formulada por el apóstol del sentido común con su habitual mesura dadaísta y ceceante, me ha desasosegado mucho. Nunca he sabido lo que es la canariedad, y vistos y leídos los teóricos de la cosa, se me antoja que la canariedad es como la caspa: nadie se da cuenta de que la tiene encima hasta que alguien se lo señala y, a partir de ese momento, quedan inaugurados los cimientos (y picores) de una identidad. Cabe suponer que como no seas casposo estás condenado a no destacar como un auténtico patriota. En todo caso hay que reconocer la profunda coherencia neoliberal de Mariano Rajoy al establecer una relación inequívoca entre el convencimiento ideológico y la ingestión de proteínas y vitaminas. “Que nadie me dé lecciones de canariedad”, viene a decir el líder del PP, “porque mis hijos meriendan plátanos todos los días”. ¿Será un criterio universal en sus visitas electorales? “Que nadie me dé lecciones de catalanismo, porque en mi casa tomamos butifarra para cenar todos los jueves” o tal vez “que nadie me dé lecciones de andalucismo, porque a mi señora le vuelve loca el pescaíto frito y se lo come to”.

Mariano Rajoy no ha deslizado el más modesto compromiso en su visita a Canarias. Ni uno solo. Fue tan cruel que ni siquiera aclaró si José Manuel Soria podría ser ministro o no, un asunto que tiene en vilo a cientos de miles de isleños. El apóstol le dijo a su discípulo que vaya a votar, vayan todos a votar al PP, hijos míos, que ya se hablaría de ministerios y Dios proveerá. Sobre el resto de la agenda política canaria Rajoy, fiel a su inigualable estilo de mudo vocacional, no musitó una palabra. Ni sobre el 30% de desempleados, ni sobre la crisis agónica de los servicios públicos, ni sobre las ayudas al transporte, ni sobre la reforma del Régimen Económico y Fiscal, ni sobre la negativa de Benito Cabrera a que se siga utilizando su villancico en las fiestas navideñas. Rajoy se limitó a pasear bucólicamente acorbatado por una hermosa platanera, en compañía de Soria, Cristina Tavío y un personaje que, a cierta distancia, podría confundirse con Don Pimpón, pero que era en realidad el eurodiputado Gustavo Mato. No dudo que Rajoy se coma los plátanos con fruición, pero por su actitud abstraída y sus silencios extáticos podría haber estado paseando perfectamente por los Monegros. Cuando tomó el avión de regreso sus palmeros, arrobados, corearon unánimemente las acrisoladas virtudes de su líder. A Rajoy lo que le queda de Canarias, en su proyecto político y en su casa, son las cáscaras.

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Burbujeando

Yo creo que hemos hecho lo suficientemente el idiota. Ya hemos acumulado las suficientes entrevistas con necios de ignorancia enciclopédica, con octogenarios que balbucen sandeces, con sabios pedáneos e historiadores aficionados, con videntes y curanderas, con científicos más preocupados en sí mismos y en ridiculizar al adversario académico y profesional que en el propio fenómeno volcánico. Creo, chicos y chicas, que ya hemos agotado todas nuestras reservas malolientes de titulares oligofrénicos, entradillas ilegibles, sumarios grotescos y prosa poética de batiburrillo. Un corresponsal de un periódico grancanario eligió incluso el volcán para retomar el inigualable estilo de sus redacciones de séptimo de EGB. Pocas cosas más patéticas que un periodista arrastrándose penosamente en busca de una metáfora, para encontrar al final un símil tan sobado como sus propios calzoncillos. Ah, sí, por supuesto. Pedirles a los medios actualmente que eludan el sensacionalismo es como solicitarle a un tiñoso que no se rasque. Y los políticos que vienen y van, que se solidarizan y llaman a la tranquilidad y luego llaman al restaurante. Y los mismos científicos enguruñados sobre sus propias estrategias de protagonismo, promoción o mero culichicheo. Es más que suficiente. Para ser sinceros ha sido demasiado. Lo último que he podido leer es a un adepto ferviente al gilicuquismo multidisciplinar proclamar que la erupción de El Hierro resulta, poco más o menos, una bendición celestial, un nuevo atractivo turístico excepcional, una promesa de prosperidad si las autoridades públicas se dan prisa y montan con dos duros, porque el espectáculo lo ha cedido gratuitamente la naturaleza, un parque temático sobre catástrofes vulcanológicas en el que las lapas podrán sustituirse por hamburguesas.

Prácticamente no he podido leer, escuchar o ver ninguna historia, y el periodismo consiste, básicamente, en contar historias para comprender un acontecimiento, no en ponerle la cámara, la alcachofa o la grabadora al primer bípedo o cuadrúpedo que se te cruce por delante. Y en El Hierro no se está viviendo ningún maldito espectáculo de luz, piroclastos y sonido, sino una durísima y mortificante crisis que amenaza con destruir una parte sustancial de la economía dela Isla.Yano se puede faenar. Ya no se puede ofrecer pescado y alojamiento a los miles de turistas que recalaban en El Hierro a lo largo del año. Cientos de personas duermen fuera de sus hogares con el impacto consiguiente en su vida cotidiana, y sin saber si este paréntesis exasperante y ruinoso durará semanas, meses o años. Pero el espectáculo debe continuar. Ha erupcionado nuestra imbecilidad colectiva, nuestra metódica confusión y algarabía, nuestra entrañable y extreñida ineficacia. Y cómo burbujeamos.

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Amiguetes

Que dice el señor José Manuel Soria, para explicar los apocalípticos recortes presupuestarios de la Viceconsejeríade Cultura y Deportes, que el Gobierno regional se ha dedicado hasta ahora de repartir subvenciones entre amiguetes. Como el partido liderado por el señor Soria ha gobernado ininterrumpidamente con Coalición Canaria – o le ha prestado su diligente apoyo parlamentario –  desde la primavera de 1996 hasta el otoño de 2010, es decir, durante catorce floridos años, cabe deducir que, a juicio de Soria, los amiguetes de sus amigos eran sus amiguetes, hasta el momento, por supuesto, de abandonar tácticamente el Gobierno e irresponsabilizarse de cualquier decisión gubernamental. Este tipo de opciones ontológicas, que pretenden anular un cacho descomunal de la realidad, cuentan con la idiotizada  narcolepsia de los ciudadanos, pero a veces inducen a sus entusiastas a olvidos peligrosos: Soria le podía preguntar a doña Isabel García Bolta, en la actualidad concejal de Cultura y Fiestas en el ayuntamiento de Las Palmas, por una edición facsímil de Electra, drama de Benito Pérez, de la quela Viceconsejería de Cultura y Deportes, atendiendo sin duda a una irresistible demanda del mercado, tiró 5.000 ejemplares, y que contó con la supervisión y prólogo de la señora García Bolta, entusiasta galdosiana y coordinadora técnica de Archivos y Bibliotecas dela Comunidad autonómica, que probablemente pasaba por ahí.

Claro que recuerdo despilfarros. Recuerdo exposiciones plásticas en Nueva York con barra libre y nalgas saltonas en el Astoria. Recuerdo un viaje para depositar una ofrenda florar en la tumba de Óscar Domínguez a París con la habitual fanfarria de periodistas y asesores y gorrones (aun) más espontáneos. Recuerdo la mayestática iniciativa de celebrar Bienales de Arquitectura y Paisaje cuyas cuentas escandalosas jamás se han hecho públicas. Recuerdo los fastos de Alberto Delgado (ahora escondido bajo la mesa, o quizás la mesa esté escondido bajo él) en Fuerteventura yLa Palma, cientos de miles de euros en vuelos, hoteles y cuchipandas, para anunciar que había llegado Malraux ala Viceconsejeríade Cultura y Deportes y que sería generoso, pero el que se moviera no saldría en la foto. Recuerdo esa grotesca Estrategia parala PolíticaCultural, aprobada hace apenas un año, un conjunto de obviedades externalizado, y que ahora muestra su auténtica condición de papel mojado. Pero todo eso – los rastros y restos de una gestión a menudo manirrota, atada a ocurrencias pueblerinas, tentada a veces por el clientelismo – no justifica una masacre presupuestaria como la que esté en curso y que saldrá muy cara en términos sociales y culturales.

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Caricatura consentida

Si el supuesto debate electoral del pasado lunes fue una hastiante exhibición de mediocridad política e intelectual se debe al formato del mismo y a la actitud y estrategias de sus protagonistas. El debate moderado por un invisible e inaudible Campo Vidal, que confunde catatonia con profesionalidad y arrobada parálisis con discreción inteligente, responde a un concepto absolutamente anómalo en una democracia normalita: aquí son los partidos los que diseñan y negocian las normas del encuentro y una entidad lo suficientemente abstracta e irrelevante como para no molestar a nadie,la Academiade Televisión, las acepta humildemente y las aplica con obediencia monjil.  Y los grandes partidos no quieren debates, sino un intercambio de monólogos cuyo orden expositivo y control cronométrico se reservan celosamente. Nada de periodistas presentes, por supuesto. Así que los partidos hacen lo que les da la gana en una feliz connivencia mientras el moderador musaraña espera modestamente su turno. Un debate como este en Alemania, Gran Bretaña o Estados Unidos se les antojaría a los medios de comunicación una astracanada insufrible. Aquí no. Aquí se celebra, se ausculta, se desmenuza con precisión maniática y Campo Vidal les agradece infinitamente a los candidatos su presencia y tacha sus intervenciones como “apasionantes”. La vida profesional de Campo Vidal debe ser digna de un gasterópodo.

Luego están las tonterías insufribles de estos dos individuos. Si hay algo particularmente nauseabundo es escuchar a Mariano Rajoy proclamarse una materialización del sentido común. Es un rasgo muy de derechas: no me venga con cosas raras, que el sentido común soy yo. Al parecer basta para gobernar este país y superar la crisis económica seguir los consejos de cualquier jubilata, es decir, gastar menos de lo que se tiene en el calcetín.  Con esta doctrina, que reduce la economía del siglo XXI a la producción de rosquetes en casa de la abuela Nicaela, Rajoy afirma que se puede ir tirando. Después explica que si hay empleo pues hay más cotizantes ala SeguridadSocialy la gente compra cosas y todo se endereza. Sí señor. Es una lástima que la realidad tenga menos sentido común que Rajoy. Alfredo Pérez Rubalcaba renuncia a exponer su programa y opta por criticar el del PP, porque no espera ganar, sino intenta no ser aplastado. De repente tiene un rasgo lúcido: descubre que la crisis es continental y explica que irá (sic) al Banco Central Europeo para que baje el interés y al Banco de Desarrollo Europeo para que conceda crédito. Toc, toc, toc. Soy Rubalcaba. Hazme el favor de bajar los tipos y soltarnos créditos baratos. Es como un chiste de Gila sofisticado, un chiste de Gila socialdemócrata y fetén. Y lo más sofisticado que registra esta caricatura de debate.

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