Podemos

Un relato roto

Atragantados por las incesantes encuestas electorales, cada vez es más frecuente escuchar, casi como una súplica, que los sondeos metroscópicos no sirven absolutamente para nada. Es una bobada, por supuesto. Nadie se gasta los cuartos para abonar inutilidades cochambrosas. No hay que confundir una encuesta electoral rigurosa y técnicamente solvente con los sucedáneos que partidos y dirigentes emplean como menesterosos instrumentos propagandísticos. Un penúltimo ejemplo de estas patéticas seudoencuestas es el ligero eructo del CCN según la cual Ignacio González Santiago decidirá quien será el próximo alcalde de Santa Cruz de Tenerife, y puestos a elegir, seguro que optará por él mismo. Todas estas bromas, sin embargo, no deben distraer de los cambios que se perfilan en los sucesivos sondeos, según los cuales se avanza (o retrocede) desde un bipartidismo imperfecto a tetrapartidismo inestable, con Podemos y Ciudadanos disputándose la centralidad de la izquierda y la derecha respectivamente mientras el PP y el PSOE apenas se sobreviven a sí mismos. De confirmarse este nuevo mapa político las consecuencias obligarían, desde luego, a coaliciones parlamentarias capaces de sostener un Gobierno estable, pero habría otras, entre las cuales no sería la menor la pérdida de peso en ecosistema político español de los nacionalismos y sus marcas electorales: CiU, el PNV y Coalición Canaria.
Durante décadas, cuando los dos grandes partidos no alcanzaban la mayoría absoluta, los votos de los nacionalismos catalán, vasco y canario eran un precioso tesoro. Lo fue para los últimos gobiernos de Felipe González y en el primer mandado – y relativamente en el segundo – de José María Aznar. José Luís Rodríguez Zapatero prefirió no cerrar acuerdos de legislatura con fuerzas nacionalistas, pero debería contar con ellas en la praxis legislativa cotidiana. Para Coalición Canaria el nuevo escenario político-electoral que se avizora resulta particularmente dramático. Para CC el grupo (o semigrupo) parlamentario en las Cortes fue siempre su principal instrumento político. En realidad ha sido la seña distintiva de su relato : solo controlando el Gobierno autonómico y al mismo tiempo contando con una relevante presencia en el Congreso de los Diputados y el Senado era posible conseguir normativa legal y, sobre todo, recursos presupuestarios con los que converger económica y socialmente (infraestructuras, empleo, políticas asistenciales) con la media española y europea. En los últimos años la representación coalicionera en las Cortes se redujo al mínimo, pero siempre se podría pensar (y proclamar) que se trataba de una desdichada coyuntura superable en el futuro. El problema para CC – como para el PNV o CiU – es que a partir del próximo año podría ser tan irrelevante contar con un diputado como disponer de cuatro. El relato puede quedar roto durante un amplísimo periodo de tiempo y la legitimación estratégica del nacionalismo canario como gestor político hundirse – sigan o no al frente del Gobierno canario– en una vertiginosa insignificancia.

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Una mesocracia radical

Siempre se ha subrayado la actitud timorata, complaciente y conformista de la clase media. En los viejos manuales marxistas – ah, esos tomazos de la editorial Progreso de Moscú – la clase media, calificada habitualmente como pequeña burguesía,  recibía todavía más palos que los grandes capitalistas, y es que – coyunturas frentistas al margen – las clases medias, en su ruin ceguera, constituían de facto una fuerza antirrevolucionaria que segregaba cultura e ideología para legitimar el estatus quo.  El pequeño burgués, en definitiva, era un enemigo de clase más ardorosamente denunciado que el prototípico capitalista de puro y chistera,  porque en su supuesta moralidad, en sus ambigüos anhelos culturales, en su espiritualidad utilitarista, ocultaba su complicidad esencial con las injusticias del (des)orden social establecido. Este punto de vista doctrinal, obviamente, siempre ha sido caricaturesco. Ahora mismo quizás quede más claro que nunca con la actitud político-electoral de amplios sectores de las clases medias en España.
Por supuesto, las clases medias han sufrido en sus carnes la prolongada crisis económica. Es poco discutible la pauperización que han padecido muchas decenas de miles de familias y su veloz caída desde una tolerable medianía en la pobreza, el desamparo, el desarraigo. Pero para un amplio sector de las clases medias y medias altas en este país – la mayor parte de los funcionarios y bastantes profesionales liberales – la crisis solo ha significado daños colaterales. Molestos, pero asumibles. Tal y como han demostrado empíricamente politólogos y sociólogos como José Fernández-Albertos, ellos son, precisamente, el grueso de los ciudadanos que se beneficia más del modesto – y últimamente golpeado – Estado de Bienestar Español, cuyo principal defecto es ser escasa e ineficazmente redistributivo a la hora de transferir recursos de los más ricos a los más desfavorecidos. Las razones de esta disfuncionalidad están en la dualidad brutal del mercado laboral español, en el diseño del sistema de seguridad social y en la ineficacia de la recaudación fiscal.  En los últimos treinta años no han sido los trabajadores con bajos sueldos y menor estabilidad laboral los más beneficiados por el Estado de Bienestar construido en la etapa democrática, sino las clases medias: los insiders del mercado laboral.
Es la preferencia del voto de ese amplio sector de las clases medias españolas, básicamente urbanas, el que, en las recientes encuestas electorales, explica el aumento de apoyos a Podemos y a su gaseoso programa de reformas radicales y patrióticas. Sectores socioelectorales que en los años ochenta y principios de los noventa votaban mayoritariamente al PSOE. Aquellos mejor acomodados entre los incómodos – por no hablar de los aplastados – en  la devastadora crisis económica. Los que suelen decir que no se puede estar peor. Si mirasen diez minutos a su alrededor podrían comprobar que están muy equivocados.  No lo harán, claro.  Pero no lo harán.  Ya lo escribió Benedetti en un poema: «Clase media/medio rica/medio culta/ entre lo que cree ser y lo que es/media una distancia medio grande./ Desde el medio/mira medio mal/a los negritos/a los ricos/a los sabios/alos locos/a los pobres./ Si escucha a un Hitler/medio le gusta/y si habla un Che/medio también./En medio de la nada/medio duda/como todo le atrae/ (a medias) analiza hasta la midat/todos los hechos/ y (medio confundida)/sale a la calle con media cacerola…»

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La batalla del centroizquierda

Al destripar los datos que ofrecen las encuestas electorales algunos observadores señalan que los ciudadanos canarios están inclinándose hacia la izquierda. Es una hipótesis bastante arriesgada y difícilmente  sostenible y para ser verosímil no basta con agitar los siete u ocho diputados que los sondeos conceden a Podemos. Escrutando la matriz demoscópica lo que cabe sostener es que en Canarias, como en el resto de España, se está librando una batalla por el segmento político-electoral del centroizquierda entre un mengüante PSC-PSOE y un pujante – pero no precisamente arrollador—Podemos. A la izquierda queda muy poco, porque, salvo en un sentido residual, no hay voto en la izquierda. Precisamente por eso los dirigentes de Podemos han insistido en moderar su discurso, evitar definiciones ideológicas estructurantes, introducir sintagmas emocionales como el recurso a la patria mancillada y, en definitiva, buscar la centralidad a través de un apoyo transversal, que se extiende desde los jóvenes desempleados y el precariado creciente hasta sectores de la clase media y media alta, profesionales acomodados y pequeños y no tan pequeños empresarios. El escaso voto de la izquierda establishment – IU y similares – ya se lo ha comido Podemos casi en su totalidad.
Ocurre, sin embargo, que la suma de Podemos y el PSC-PSOE – es decir, del centroizquierda con el que se identifica casi toda la ciudadanía progresista en el Archipiélago – está y muy probablemente estará muy lejos de cualquier mayoría absoluta concebible. Y las razones son bastante evidentes, y entre las cuales, por supuesto, se encuentra un sistema electoral con topes de entrada que distorsiona la representatividad. Pero no es la única ni quizás la más importante. Podemos es un proyecto político muy joven con una escasa implantación a nivel municipal en las dos islas centrales (Gran Canaria y Tenerife) y prácticamente nula en el resto. Y sin una implantación local sólida, articulada y expansiva resulta extraordinariamente difícil plantearse siquiera convertirse en la primera fuera política de la región. Los siete magníficos diputados que les pronostican los sondeos representan el fruto de la potencia de la marca y no el resultado de una praxis política y micropolítica que, simplemente, no han tenido tiempo de desarrollar en ningún lado. Malévolamente podría incluso sugerirse, a los flamantes dirigentes de Podemos en las islas, que se abstengan de propulsar diagnósticos y propuestas concretas, para no enturbiar el vago y chic mensaje regeneracionista de Pablo Iglesias y sus conmilitones. Escuchando a Mery Pita, secretaria general de Podemos en Canarias, o a María Coll, secretaria general de Tenerife, solo se cosechan las habituales denuncias contra la diabólica casta a la que cabe responsabilizar hasta de los errores de los jurados de las reinas del carnaval. Están a favor de los buenos y en contra de los malos. No sé si para distinguirlos cuentan en sus consejos con damas y caballeros procedentes de Sí se puede y de Canarias a la Izquierda. O no.

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Monedero sin chaleco

Si Pablo Iglesias es el líder carismático e Iñigo Errejón el cerebro estratégico y organizativo de Podemos  — el primero dueño de una olímpica simpatía, el segundo tan sobrado de empatía como un ficus cubierto de matrículas de honor — Juan Carlos Monedero es el verso suelto aunque desagradablemente consonante, la narcisista voluntad de moderada extravagancia, el dicharachero disfrute de un personaje inventado pero que no deja de ser un mediocre profesor de Ciencias Políticas al que la realidad –horror de los horrores – le ha venido a comer de la mano. Hay algo ligeramente espantoso en un intelectual que cree realmente que puede transformar el mundo, porque siempre intentará que le quede tan ajustado como el chaleco. Ah, el chaleco de Monedero. Te cubre las espaldas mientras te deja mover libremente las manos. Como la empresa fantasma que creó y gracias a la cual pudo pagar menos impuestos a Hacienda. Pero Monedero – que por supuesto no ha cumplido con su promesa pública entregar documentos y datos concretos de sus suculentos contratos de asesoramiento — es importante en la fratría universitaria que constituye el núcleo fundacional de Podemos. Como aglutinante inicial y surtidor de contactos en las universidades españolas y ante gobiernos izquierdistas en el extranjero. Iglesias y Errejón tienen una deuda con el profesor Monedero simbólicamente tan importante como la que ha tenido Monedero con la Agencia Tributaria y que le ha obligado, como acción preventiva, a presentar una declaración fiscal complementaria. Ese, por supuesto, es uno de los motivos del vergonzoso comunicado difundido ayer por Podemos, que constituye la primera prueba verificable y contrafáctica de que están dispuestos a tomarnos a todos – y en primer lugar a sus potenciales votantes – por imbéciles irremediables. El otro es el ritual y mefítico cierre de filas que todo partido realiza cuando trincan  a uno de sus dirigentes en un comportamiento cívicamente deplorable. Los que se esperaban la dimisión de Monedero como miembro de la dirección o su expulsión fulminante de Podemos no son de este mundo porque no han entendido que Podemos – y sus máximos dirigentes – tienen como objetivo incondicional gobernar este reino (hasta que se transforme en una república).
Será conveniente no olvidar este día. Ahora mismo es inútil zambullirse en la galerna de adhesiones inquebrantables, argumentos conspiranoicos, apoyos demenciales empapados de furor, exculpaciones meticulosamente grotescas. Pero recuerden este día cuando, en un futuro impredecible, se arrepientan de haber votado a Podemos, porque podrán decir: yo estuve allí. Yo leí ese comunicado. Yo pude presenciar el momento en el que Monedero se le escurrió el chaleco hasta el suelo.

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La política como opio del pueblo

Creo que así titulo Fernando Savater su primer artículo para El Viejo Topo, allá a finales de 1976, cuando, según la ficha policial, era (feliz oxímoron) un “anarquista moderado”. El artículo es una tontería, pero recordé el título al asomarme durante un par de minutos a una de esas espeluznantes tertulias políticas que ahora ocupan un horario privilegiado en las grandes cadenas privadas de televisión. Quedé amorronado hasta medianoche, y al despertar ponían una tertulia sobre fútbol, que formalmente reproducía a todas las anteriores: gritos, descalificaciones, pullas, estupideces, malos y buenos, lecciones y admoniciones. El PP podría ser el Real Madrid, Podemos el FC Barcelona, y el PSOE, bueno, el PSOE, una portería vacía. Ciertamente: la gente –ahora todo el mundo habla de la gente, la expresión ciudadanos ha desaparecido significativamente – ha asumido la política como espectáculo televisivo y, en los casos más activos, como participación en asambleas en las que habitualmente no se discute, sino que se comulga. La política como reacción (por supuesto indignada) ante las heridas que se infringe desde el poder, pero al mismo tiempo como vaga e intensa esperanza de terminar con la política para siempre: se trata de una batalla cotidiana y a la vez grandiosa entre nosotros y ellos, eliminando cualquier espacio compartido en el que desarrollar el conflicto ideológico y simbólico inevitable en cualquier sociedad compleja. Es lo que me dijo con una sonrisa un buen amigo que ahora ha visto reverdecer su confianza y se chuta ese sucedáneo de política en un círculo podemista: “Hombre, en algo tenemos que creer”. Actualmente no es una actitud tan estrafalaria. Muchos ciudadanos (perdón, mucha gente) que anuncia su voto a Podemos admite que no tiene la menor idea de cuál será su programa, sus compromisos y sus candidatos, pero estima que eso resulta más o menos irrelevante. Lo fundamental es protestar con el voto y lo que venga no puede ser peor que lo actual, un grave error, porque siempre –siempre — se puede empeorar, constatación al alcance de cualquiera que haya cumplido cuarenta años. Me recuerdan esa anécdota del gran físico Niels Bohr, que había colocado sobre la puerta de su casa  una herradura, lo que se hacía habitualmente en su país para conjurar los malos espíritus. Un compañero se lo reprochó. “Pero, hombre, eres un gran científico… ¿cómo puedes creer en esas supercherías?”. Bohr se encogió de hombros y le respondió: “Alguien me ha dicho que da resultado aunque uno no lo crea”.
Siempre que se consumen opiáceos, por supuesto, existe por medio un negocio. Como ocurría con ese otro opio que era pura crema, la religión, el negocio es exactamente el mismo: el poder. Pero el poder, y todos sus adoradores, leguleyos y pretendientes, que siempre nos merecieron desconfianza y estimularon el espíritu crítico, ahora es una oportunidad portentosa para la justicia, la paz y la fraternidad. Vamos a soportar una resaca indescriptible (y peligrosa) cuando se acabe la borrachera

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