Me pagan por esto

Un escritor en defensa propia

Empezaré con una cita. A Ezequiel le encantaban las citas, y en la relación que mantuvimos, que nunca fue una relación de amistad, sino un estado de irritación y expectativas frustradas que solo rescataba la literatura, en esa relación confusa y atrabilaria, a lo único que conseguimos jugar es a las citas. La literatura como casa de citas. Ezequiel defendía las citas como dispositivos de estímulo y de cohesión literaria. Para evitar la pedantería se debía citar con pertinencia, pero se debía citar también como acto de agradecimiento, decía Ezequiel, y tenía razón. La cita a la que me quiero referir es del Doctor Johnson, uno de los hombres más citados, precisamente, en la historia de la literatura occidental. En su libro Vida de poetas, y al hablar de los poemas de George Granville, Johnson dice que son “fruslerías escritas por el ocio y publicadas por la vanidad”.  El programa literario de Ezequiel Pérez Plasencia fue, exactamente, todo lo contrario. Para él la literatura no era un engendro del ocio, sino una luz de belleza que se confundía con la vida y la iluminaba moralmente, y por tanto, había que corresponderla con el máximo nivel de exigencia y una entrega incondicional. Y la publicación de lo escrito consistía, apenas, en el último acto de entrega a esa pasión una vez consumada. Publicar era fijar para los demás el combate pasional con las palabras y con su propia memoria, y no únicamente un acto de vanidad, y por eso Ezequiel sufrió tan intensamente, tan furibundamente, cuando se le editó mal. La traición del editor lo llevaba a traicionar su texto. Traicionar sus palabras. Suyas y solo suyas. ¿Cómo tolerar al traidorzuelo incompetente que te convertía en traidor a tí mismo?
Creo que esa actitud ligeramente sacerdotal de Ezquiel, el estricto cenobita  de esa casa de citas que era la literatura y era su literatura, la que más desconfianza sembraba entre nosotros. Por usar otra cita, Ezequiel no hubiera admitido, quizás no hubiera comprendido, esa afirmación de Byron en una de sus estupendas cartas: “Escribir es una costumbre, como la coquetería en una mujer”. Se le hubiera antoja una broma intrascendente, una pequeña frivolidad de un poeta cuya máxima creación fue él mismo, y nada más. Para Ezquiel Pérez Plasencia la literatura, el acto de escribir, era una vía de autoconocimiento, una defensa ante las ofensas de la vida, dicho pavesianamente, y un compromiso moral que se resolvía en una expresión que buscaba la belleza de lo exacto, de lo preciso, de lo inevitable, de lo imaginado desde el infierno para comprenderlo mejor, denunciarlo y no quedar reducido a cenizas insignificantes. La mayor parte de sus maestros son escritores de raigambre moral: Camus, Pavese, Clarice Lispector, Chéjov, Onetti, Thomas Bernhard, ese talentoso llorón que estuvo a punto de destruirlo, y se lo dije, y se cabreó mucho cuando le aseguré que el único escritor al que Thomas Bernhard no condenaba al suicidio era a Thomas Bernhard. En definitiva, se podía jugar, como jugaba maravillosa y admirablemente Cortázar, al que Ezequiel adoraba, queríamos y queremos tanto a Cortázar, pero siempre que se volviese al redil después del recreo, o si lo prefieren ustedes, siempre que el jugador fuera una persona política y moralmente decente. No quiero decir con esto que Ezequiel sufriera el más ligero sectarismo ideológico en sus preferencias literarias: es una de las poquísimas personas con la que, en esta isla, he podido hablar apasionadamente de Louis-Ferdinand Cèline, brutal, antisemita y filofascista y uno de los grandes escritores del siglo XX para Ezequiel y para mí y para cualquier lector que no sea un animal prejuicioso. Políticamente sí usaba y a veces abusaba del sectarismo: era comunista, con toda la quebrantada grandeza moral, la intransigencia inquisitorial, las perplejidades y decepciones de un comunista español trasquilado por lo que se llamó transición democrática. Es significativo  lo que a Ezequiel le interesaba de Cèline: su exploración, cargada de lucidez y desprecio y asco, de la vorágine del alma humana, y por eso encabezó con una cita del excepcional escritor francés su libro La ilusión de los vencidos: “Es más difícil renunciar al amor que a la vida”.  Quizás lo que quiero decir es que Ezequiel se tomaba la literatura mortalmente en serio, un asunto de vida o muerte sobre el haz o el envés de las palabras, y a mí esas apuestas, cuando están cargadas de dolor y conmiseración, me ponen ligeramente nervioso. Yo no soy demasiado pavesiano. Yo creo que, en algunas ocasiones, en algunos periodos y autores, la literatura se ha dedicado con demasiada saña a ofender a la vida, si así puede decirse, que diría Bernhard.
Un escritor que lo ha tenido todo en contra para su propia formación, para construir su propia identidad, como lo fue Ezequiel Pérez Plasencia, y para el cual la literatura es una forma de estar en el mundo, identificar sus trampas y añagazas y blindar a sangre y fuego su dolor es, casi necesariamente, un escritor antirretórico. Ezequiel abominaba, con un desprecio militante, de la prosa churrigueresca que se suele presentar y a veces aplaudir como prodigiosa orfebrería barroca en el periodismo y en la literatura de España. En un decálogo delicioso (y discutible) para escribir correctamente Ezequiel citaba a Horacio Quiroga a propósito del estilo. El estilo, como las uñas, es más conveniente tenerlo limpio que brillante. Los sustantivos son tan importantes como los adjetivos, porque no hay tropel de adjetivos que resuciten una frase convertida en un cadáver. Los poetas le enseñaron que la palabra es lo único que oculta lo que la palabra dice. La exactitud, el laconismo, la brevedad son el mandato y la praxis de la prosa de Ezequiel, una prosa que, en sus mejores momentos, es un mecanismo perfecto, íntimamente armonioso, irreprochable en su espléndida y aseada humildad. Es la mejor prosa escrita en Canarias en las últimas décadas y no le fue fácil conseguirla: se sometió a un proceso de febril despojamiento que empezó en sus primeros borradores y que en El teléfono, su primer libro de cuentos, era ya una elección deliberada. La prosa de Ezequiel deviene, por supuesto, otra construcción retórica, que debe su maduración al aprendizaje al calor de los maestros, y también a la sabia frecuentación de los poetas que amaba, desde Leopardi a Manuel Padorno, pero tal vez se ha olvidado el extraordinario oído de Ezequiel Pérez Plasencia a las voces de la calle, a las voces de su barrio, a los hallazgos de la literatura oral de una pequeña comunidad entre la barriada obrera y la marginalidad social. Ya saben  ustedes que el título de Los caminadelado es la sugerencia de El Farola, “un parado, un pibe ya no tan pibe de mi barrio”, como explicaba Ezequiel mismo. “Estos políticos caminan de lado, parecen que van enfilados a lo que prometen, pero siempre se tuercen para defender lo suyo, no lo nuestro”, dice Ezequiel que le dijo El Farola. Cuando en sus cuentos o artículos afloran las voces del barrio están perfectamente inscritas en el discurso y su naturalidad expresiva se incorpora con pasmosa eficacia al relato o al apunte reflexivo: esa sensibilidad lingüística, esa astucia retórica, que como siempre parece lo más fácil del mundo, es algo que he visto en poquísimos escritores canarios.  Demasiado a menudo los narradores canarios tienen una relación con la lengua parecida a la de un inquilino con su casero. Él no: el era el soberano dueño de su casa en el idioma. Una de las últimas veces que hablé con Ezequiel, antes de su marcha a Cartagena, quedamos en la plaza de El Príncipe y nos sentamos a tomar un café. Hablábamos de su último libro, y de los libros de todo el mundo, y sancochamos la pútrida realidad política y social isleña en sarcasmos interminables, y de repente Ezequiel me tomó del brazo y me dijo en voz baja: “Escucha lo que le dice la viejita de al lado al niño”. Y nos pusimos a escuchar los dos en silencio, atentamente, la conversación de la señora, que le explicaba a su nieto, debía ser su nieto, quien había sido su abuelo y por qué vivían en Los Gladiolos. Un relato perfecto, medido, esmaltado de expresiones habituales pero que parecían tan nuevas y tan recientes como la lluvia. Ahora, cuando pienso en Ezequiel, nos recuerdo a los dos esa mañana tibia de Santa Cruz, callados en la plaza de El Príncipe, escuchando a una anciana que, en ese momento, era el propio idioma en acción, con toda su belleza casual, indestructible, intacta.
Que uno de los mejores escritores canarios trabajase como corrector en los periódicos tinerfeños, despiojando los disparates y estupideces de un periodismo de baja intensidad y sospechosa ignorancia, es una de las paradojas más asombrosas de la vida de Ezequiel Pérez Plasencia, y un espectáculo que pocos olvidaremos. Si la vida tuviera algún sentido hubiera sido al revés, pero la vida no tiene sentido, y probablemente el periodismo tampoco. El orden del día fue el descarnado ajuste de cuentas de Ezequiel contra el periodismo,  y no le voy a quitar  razón por dos razones: porque es una novela espléndida, lo mejor que nos dejó a todos, y porque el periodismo se merece esta descarga ácida, para bien y para mal. Pero intuyo, con todo, que Ezequiel Pérez Plasencia, con El orden del día, había cerrado una etapa de su narrativa. La etapa en la que un héroe romántico (a pesar de todo) era la víctima propiciatoria de la avasalladora estupidez de un mundo intolerable y venenoso y poblado de personajes mezquinos, idiotas, encanallados, polichinescos.  Una explosiva y dolorida indignación fue el combustible moral de la literatura de Ezequiel pero, al mismo tiempo, esa indignación, ese afán vindicativo por resarcirse de la vida y sus injusticias en la imaginación de las palabras, suponía el peligro de un lastre para su evolución como escritor. En sus últimos años, felizmente instalado en Cartagena, había ganado la paz, la serenidad, el disfrute de los primores de lo vulgar, el comienzo de una auroral sabiduría que fusionaba todas sus dolorosas contradicciones: solitario y solidario, hosco y parlanchín, desconfiado y generoso, leal y resentido, melancólico y entusiasta, curioso y desdeñoso, soberbio y humilde, colérico e indulgente. Ezequiel Pérez Plasencia estaba entre lo mejor que le esperaba a la literatura canaria a principios de este siglo. Ahora nos corresponde también a nosotros, y ya no solo a él, multiplicar sus lectores para que sus libros sigan asombrándonos, conmoviéndonos, irritándonos. Para demostrar que es la vida, y no la muerte y sus incontables aliados, quien tiene la última palabra.

(*) Intervención en el acto de homenaje “Malditos y benditos. El tránsito existencial y literario de Ezequiel Pérez Plasencia”, organizado por la Fundación Pedro García Cabrera y el Ateneo de La Laguna el viernes 20 de mayo.

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Sálvese quien pueda

Los nacionalismos alternativos. Gran invento. Casi tan grande como esa anhelada unificación de todas las organizaciones dizque nacionalistas en un gran frente político-electoral. Es curioso que el universo nacionalista y nacionalistoide comparta con la izquierda extrainstitucional esa fantasía de la unidad salvífica y definitiva. Las fuerzas integrantes de Coalición Canaria en 1995 – las mismas que ahora y siempre bailan las danzas y contradanzas de acuerdos y zancadillas electorales – fueron incapaces de obtener la mayoría absoluta en las elecciones de ese año. No digamos ya en los siguientes. Es una mera y cansina superstición insistir en que la unidad nacionalista conseguiría una automática hegemonía electoral en las urnas. El desgaste de la marca nacionalista (es decir, de Coalición Canaria), imparable en todos los comicios europeos, generales y autonómicos desde el año 2000, no tiene nada que ver con las deserciones partidistas que han jalonado el proyecto coalicionero desde finales de los años noventa, sino con la larga permanencia en el poder autonómico y, más estructuralmente, con una ciudadanía que en su mayoría no se identifica ideológicamente con el nacionalismo, y que en parte, incluso, entiende (y tolera) por nacionalismo el regionalismo alcanforado de centro derecha que representan desde siempre ATI, API y la Agrupación Herreña de Independientes y que Asamblea Majorera ha terminado por asumir cómodamente.

Todo esto no significa que el mayor error cometido jamás, en términos de estrategia político-electoral, por los dirigentes coalicioneros, fue la inaudita, estúpida decisión de optar por José Carlos Mauricio y sus cuates  desplazando a Román Rodríguez. Porque el poder municipal de CC en Gran Canaria no estaba con Mauricio, al que solo rodeaban los oficiantes de la secta poco evangélica del mauricismo, sino con Román Rodríguez. Si el Consejo Político Nacional de CC hubiera respetado su propio acuerdo, en virtud del cual Rodríguez sería el vicepresidente y consejero de Economía y Hacienda en un Gobierno presidido por Adán Martín, Coalición no se hubiera fracturado. Quizás el líder de Nueva Canarias sería ahora mismo jefe del Ejecutivo.  Conviene recordarlo por parte de CC, pero también por parte de Rodríguez, que no abandonó la federación nacionalista por insalvables divergencias programáticas o ideológicas, sino porque quedó fuera de juego, asido milagrosamente a un escaño en el Congreso de los Diputados que le debió, en primer lugar, a Paulino Rivero.

Román Rodríguez, como otros dirigentes del nacionalismo alternativo, ha criticado duramente a Coalición Canaria por querer atornillarse en el poder a cualquier precio. Pero Nueva Canarias, bajo su inspiración, está a punto de cerrar un acuerdo electoral con el Partido de Independientes de Lanzarote. Qué cosas. Rodríguez se mostraba en 1999 sumamente orgulloso de que Coalición no fuera a las elecciones con el PIL y ponía en el antiguo pupilo de Dimas Martín, Juan Carlos Becerra, no solo todas sus complacencias, sino una sentida amistad. Becerra – no sé si vale la pena recordarlo ya – fue elegido en las listas del PIL en las elecciones de  1995 y se pasó sin problemas éticos o estéticos, sin simular siquiera un transfuguismo de manual, al grupo parlamentario de Coalición Canaria, y desde ahí creó otro partidete, el Partido Nacionalista de Lanzarote, con el que zancandilea desde entonces en tierras conejeras.  El malvado y pútrido PIL de entonces  hase transformado en una fuerza nacionalista límpida y respetable (los juzgados en Lanzarote tienen menor valor moral que en Tenerife)  y todo porque ya no lo dirige (eso dicen) Dimas Martín, sino un señor que se llama Fabián Martín, y que casualmente es su hijo.

Una vez casi consumada la operación – Rodríguez asistió al último congreso del PIL y aplaudió mostrando toda su dentadura – el arcangélico alcalde de Agüimes, Antonio Morales, se ha negado a encabezar la lista al Parlamento, susurrando que en política “no todo vale”. Morales, un magnífico alcalde, es un espécimen político muy curioso, porque si en política “no todo vale” lo primero que debería hacer es desvincularse de una organización para la que, según se deduce inmediatamente de sus palabras, vale todo. Rodríguez hará doblete al Cabildo de Gran Canaria y a la Cámara regional, en la que tiene una entrada muy difícil: la suma de los votos de Nueva Canarias y el PIL en las elecciones de 2007 no hubiera bastado para alcanzar superar el tope regional, situado ahora mismo en unos 54.000 votos. Es una pena que Domingo González Arroyo no haya abdicado en ninguno de sus hijos la presidencia de su todavía flamante chiringuito, el Partido Progresista de Fuerteventura, porque Rodríguez podría intentar algo, antes o después de que Morales, ese santo varón, se presignase horrorizadamente. Con quien ya no podrá contar Nueva Canarias es con el CCN.

La mayoría de los dirigentes coalicioneros detestan al CCN y lo consideran una fuerza meramente oportunista, pero marcharán juntos a las elecciones, después de garantizar al presidente de los centristas, Ignacio González, el quinto puesto en la lista al Parlamento por Tenerife. Un precio realmente caro, pero que están dispuestos a pagar para evitar el desembarco del dichoso nacionalismo alternativo en la calle Teobaldo Power. Ignacio González está encantado: considera que lo ninguneron en Coalición Canaria, donde efectivamente producía una desconfianza cerval, y ha gastado muchos recursos (y tal vez no solo económicos) en conseguir entrar en varios ayuntamientos tinerfeños. Ignora que siempre será un outsider en Coalición, un invitado con derecho a cocina, pero nada más. CC y el Centro Canario de Nacho, con el puñadito de votos que aun pueda arrancar el destartalado PNC, intentarán resistir a la marea del PP, que amenaza elevarse a tsunami devastador, y mantener los siete diputados por la circunscripción tinerfeña.

Por supuesto, todo este escenario no dibuja ningún proceso de unificación nacionalista ni de convergencia en un nacionalismo alternativo. Sería más exacto definirlo, como siempre, como un sálvese quien pueda.

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El caso del enano (palmero) desaparecido

Estaba comiéndome un plato de chosuey  el chino de la avenida Anaga, antes de que las obras de la Vía Litoral obliguen a cerrar el restaurante o a incluir la pala mecánica agridulce en el menú, cuando lo ví entrar, alto, quebradizamente delgado y con esa palidez propia de un monje que se supiera de memoria toda la teología de Santo Tomás de Aquino, incluidos los pecados que nunca osó cometer. Nuestras miradas se cruzaron durante varios segundos hasta que me reconoció y se acercó a mi mesa arrugando cada vez más los besos. Ya a mi altura musitó:
–Buenas noches. ¿Puedo sentarme?
–Supongo que puede hacerlo. Pero, ¿debe hacerlo usted?
–Necesito hablar con usted unos minutos. ¿Sabe quien soy?
–Recuerdo haberlo visto por la tele. Pero está usted demasiado pálido para ser concursante de La isla de los famosos…
— Mi nombre es José Miguel Ruano y soy consejero de Presidencia y Justicia del Gobierno de Canarias.
–Ya veo que tiene usted su propia isla.
— ¿Es una alusión a mi condición nacionalista?
— Ah, ¿es usted nacionalista? Las ideologías ya no se distinguen a la vista. Ni siquiera al tacto. ¿Ve usted a ese gordo de la esquina con corbata gucci que está atragantándose con pato lacado? Pues es un liberado de la UGT.
–Ya. ¿Puedo sentarme o no?
–Como quiera. Pero yo no tomo postre.
–Es usted detective privado.
No era una pregunta, sino una afirmación. Me serví un poco más de sake.
–¿Y?
–Necesitamos contratar sus servicios. Es un caso de extremada urgencia. Se me ha encargado localizar y contratar a un profesional, al mejor profesional disponible, y de los cinco detectives privados que operan en Santa Cruz, uno tiene una hernia, otro se acaba de jubilar, otro no terminó el graduado escolar y, aun peor, es de Getafe, y el cuarto, en fin, solo trabaja en las novelas de Jaime Mir. Nos queda usted.
Lancé un largo suspiro de fastidio infinito.
— ¿Y qué tripa se le ha roto?
Ruano miró cuidadosamente a ambos lados de la mesa. Se inclinó hacia mí y musitó con el mínimo volumen de voz para resultar audible a un metro de distancia:
–Han secuestrado a uno de los enanos de la Bajada de la Virgen de las Nieves.
Durante un instante contemplé al tal Ruano en silencio. Pero no pude resistirlo. Primero me temblaron las mandíbulas, y acto seguido, comencé a convulsionarme entre carcajadas que alarmaron incluso al cocinero ecuatoriano del restaurante chino, quien asomó la cabeza por una esquina. El consejero de Presidencia masculló algunas palabras con gesto avinagrado. Después de varios minutos logré calmarme y Ruano me pasó un pañuelo impoluto para secarme las lágrimas.
–¿Ya ha terminado? – me preguntó despectivamente –. Me habían dicho que era usted un tipo serio.
— ¿Están seguro que era un enano? – empecé a reírme de nuevo –. Y el enano está amenazando al Gobierno de Canarias… Están ustedes jodidos…Desaparece un enano y tiembla el Gobierno… ¿Qué ocurría si desapareciera Alberto Génova?
–¡Escuche! – la orden de Ruano sonó como un latigazo-. No comprende usted nada. Le pondré en antecedentes. Acabamos de crear la policía autonómica…
–Felicidades…
–… Y uno de los primeros cometidos asignados al nuevo cuerpo de seguridad es la protección de la Bajada de la Virgen y, por supuesto, de actos tan relevantes en el programa de las fiestas lustrales como la Danza de los Enanos…
— No siga, por favor, que me vuelve a dar…Ay, ay, coño…
–Maldita sea, cállese de una vez.
–Pero las fiestas son en verano… ¿Qué tienen que ver ustedes…?
–Ese es el problema. Para preparar el operativo estábamos realizando ejercicios de simulación en los ensayos. Algo muy discreto, por supuesto. Pero hace tres días, en uno de los ensayos, y en presencia de seis de nuestros agentes, desapareció uno de los enanos…Imagine el impacto sobre el prestigio de la policía autonómica en sus comienzos si este desgraciado suceso trascendiera a la opinión pública… Queremos que usted se haga cargo de la investigación. Mutismo absoluto. Apelamos a su patriotismo.
–Yo apelo a la pela. Son 300 euros diarios, gastos aparte.
–¿Trescientos diarios? ¿Qué dice? Yo no cobro tanto…
–Pero usted tiene compensaciones espirituales. Es un patriota.
–De acuerdo, de acuerdo. Vámonos.
–¿Ahora mismo?
–Sí. No hay tiempo que perder. Nos espera un avión en Los Rodeos.
Por supuesto, dejé que Ruano pagara la cuenta. No dejó propina. No todo el mundo entiende la dramática complejidad de la crisis económica: el camarero nos miró muy atravesado.
En un principio me extrañó que no fuera un avión, sino una avioneta, y que a sus mandos no encontrara a un piloto, sino a un individuo de barba canosa que Ruano me presentó como Martín Marrero, viceconsejero de Comunicación o algo por el estilo. Le pregunté, un tanto alarmado, sobre su experiencia en vuelo. Me contestó con una sonrisa mofletuda:
–Bueno, llevo tres días estudiando un manual que me dejó un piloto jubilado de Binter. Creo que ya estoy preparado para despegar…
— ¿Y para aterrizar?
–Imagino que será lo mismo, pero al revés. Son las restricciones presupuestarias. Soria exige que pilotemos aviones de alquiler reducido nosotros mismos, como paso previo a la supresión de los vuelos aéreos de los altos cargos…
–¿Y cómo van a desplazarse después?
–El vicepresidente ha presentado un informe según el cual, con buena voluntad y adecuada preparación física y psicológica, los consejeros y viceconsejeros podrían aprender a volar, con un ahorro de 380.000 euros anuales. Los directores generales, en cambio, solo podrían optar a planear en trayectos cortos…
— Marrero, despeguemos de una vez –gruño Ruano.
Unos cuarenta minutos más tarde nos estrellábamos en un campo de trigo abandonado en Breña Alta. Ruano y yo salimos más o menos ilesos, pero a Martín Marrero se le achicharró una pierna. Cojeando se sentó en una penca sin dejar de hablar por el móvil.
–¿Manolo? Sí, sí, lo acabo de ver en el ordenador. Otro parado con sus monsergas en el blog del presidente…Mándale un buen sopapo, para que dejen de importunar con boberías…Como si no hubiera más parados en el mundo, hombre, hombre, un poco de seriedad…
Era cerca de medianoche cuando llegamos a Santa Cruz. Ruano se quejaba de sus zapatos rotos y yo empezaba a maldecir la estúpida idea de aceptar un caso como la desaparición de un enano que no era un enano y que ponía en peligro a un Gobierno que debía contratar a un detective para salvar a su propia policía. Todo se estaba volviendo demasiado chestertoniano. Al fin llegamos a una casa en la avenida del Puente y Ruano dio tres golpes en la puerta:
— Contraseña – se oyó una voz ronca en el interior.
Ruano cogió aire y entonó con un exhausto resto de galanura:
Y dicen/y dicen/y dicen/ que sabes coser/ y dicen/y dicen/y dicen/ que sabes bordar/me hiciste/me hiciste/me hiciste unos calzoncillos/ con lo de adelante pa tras…
La puerta se abrió violentamente, y un hombre uniformado, con galones de sargento, se cuadró para dejarnos pasar:
Achit guanoth mencey reste Paulino. A sus órdenes, consejero…
— Sargento, recuérdeme que cambiemos las puñeteras contraseñas… Estoy asfixiado…
–A sus órdenes. La situación no ha variado. No ha entrado ni salido nadie del local.
El panorama era poco estimulante. Un grupo de enanos estaba sentado viendo un partido del Mundial de Fútbol de Sudáfrica en un pequeño aparato de televisión. Cuando uno de los equipos marcaba un gol los enanos, ataviados perfectamente con sus sombreros y sus fachendosos trajes dieciochescos, se ponían a bailar la polca, estremecidos por el entusiasmo. El sargento y los cinco números los observaban con un odio creciente, indisimulable. Uno de los policías no pudo más:
–¡Esténse quietos de una jodida vez! ¿Por qué los enanos palmeros tienen que ponerse a bailar cuando Ghana mete un gol?
–¿Cuántos enanos son?
–Eran quince, antes de la desaparición de uno de ellos ayer tarde – respondió el sargento –. Dados los acuerdos suscritos, no podemos conocer sus identidades ni exigirles que se deshagan de los trajes. Tampoco sueltan una palabra, por supuesto.
–¿Seis agentes para quince enanos?
–Ya ve usted –respondió Ruano-. Y después dicen que Madrid no sigue mandando, cuando nos regatea dinero hasta para nuestra seguridad. Pero un día, se lo aseguro, y será más temprano que tarde, desplegaremos una docena de agentes para cada enano. Como mínimo.
–Pero si esto se arregla enseguida –dije –. ¡A ver! El que me de una pista sobre dónde se metió su compañero recibirá unos zapatos de aguja de Manolo Blahnik…
Gracias a los agentes de la policía autonómica no fui despedazado por los enanos, que se abalanzaron en tromba sobre mí. Uno de ellos me pasó nerviosamente, con su manita enguantada, un folleto del Chipi-chipi. Me volví hacia Ruano:
–Ya lo tenemos. Al Chipi-chipi, sin perder un segundo.
Llegamos en apenas un cuarto de hora. Al fondo del establecimiento, en un reservado, encontramos al diputado Manuel Marcos, presidente del grupo parlamentario del PSC-PSOE, sirviendo cariñosamente cucharadas de sopa de pan y yerbahuerto a un enano que parecía en éxtasis.
–¡Qué canallada! – exclamó Ruano, furibundo –. ¡El PSOE no se para en nada para boicotear la policía autonómica!
–Pe…pero qué dices, José Miguel – Manuel Marcos se levantó tartamudeando de la mesa –. No tengo idea de lo que hablas…
–¿Cómo que no? Pero si le estabas dando la sopa al enano de tu propia cuchara…
–¿Un enano? Anda, es verdad…Mira, no me había fijado en el. Claro, es tan pequeñito…tan… — el diputado socialista se derrumbó –. Ha sido idea de Julio Cruz…Te juro que Julio Cruz me ha obligado, bajo amenaza de ponerme a trabajar en el grupo…Ya lo conoces… No tiene entrañas…
Al día siguiente tomé el primer avión a Tenerife. En el aeropuerto  un agente del Patronato de Turismo intentó venderme la figurita de un enano como souvenir. No sé si habrá podido tragársela.

Publicado el por Alfonso González Jerez en Me pagan por esto ¿Qué opinas?

La niebla

El Consejo del Gobierno de Canarias se encaminaba a la recta final. Al término de los consejos de gobierno solía producirse un momento de distensión, un largo suspiro de relax previo a unos minutos de camaradería postiza, y casi invariablemente lo protagonizaba Domingo Berriel, consejero de Ordenación Territorial y Medio Ambiente, notable coleccionista de chistes y corbatas chillonas. Al ver que los demás comenzaban a recoger documentos, papeles y portafolios Berriel lanzó una tosecita introductoria y dijo:

–¿Saben ustedes el chiste del majorero, el palmero y el tinerfeño? – al descurbrir el rostro contraído de Paulino Rivero el consejero se apresuró a aclarar –: No, no, no es un chiste del congreso de Coalición… Es sobre una competición de velocidad…

 –Yo me lo sé – aseguró José Miguel Ruano–. Y es muy bueno…Je-je, je-je, je-je…

La risa de Ruano era como el gorgotear de una tetera. Una tetera tibia. Berriel siempre había pensado que quien no se sabe reír no puede saber nada serio, pero agradeció la intervención de Ruano, y ligeramente animado, reemprendió su intento. Se dirigió con su sonrisa de conejo astuto a José Manuel Soria:

–Pues eran un majorero, un tinerfeño y un palmero que estaban en…

En ese preciso instante se escuchó una terrible barahúnda en la habitación contigua a la sala del consejo. Inmediatamente atronaron cinco o seis chillidos. Se abrió la puerta y entraron como una exhalación José Miguel Barragán y Fernando Ríos, ambos con una indescriptible expresión de terror en el rostro. El diputado majorero cojeaba y el secretario general técnico de Presidencia de Gobierno mostraba la camisa cubierta de sangre.

–¡Que no salga nadie! ¡Cierren la puerta, por Dios!

–¿Pero que pasa? ¿Otra sentencia sobre el concurso de licencias de la tele digital?

–¡Cierren la puerta! ¡La niebla! ¡La niebla!

–¿Qué pasa con la niebla? – preguntó el presidente, más molesto que alarmado.

–¡Se ha colado en el edificio! – gritó Barragán –. ¡Y en la niebla hay algo! Estábamos al lado, con Martín Marrero, jugando al tetris en el ordenador, cuando llegó la niebla… En cinco segundos no podíamos ni vernos las manos.

–¿Y Martín? – inquirió Rivero.

–Algo se lo llevó – Fernando Ríos temblaba-. ¿No oyeron los gritos? Lo que hay en la niebla se lo llevó a rastras…

–¿A rastras? – Soria parecía estupefacto.

–¡Cierren la puerta de una vez! –protestó Barragán.

Medio Gobierno se levantó a cerrar la puerta. Rivero permanecía sentado y murmuró:

–Pues ya nos hemos quedado sin política de comunicación…

— Francamente – repuso Ruano – no creo que nadie note ningún cambio.

–Es horrible. Pobre Martín –Mercedes Roldós se echó un poco de agua en los ojos para improvisar unas sentidas lágrimas –. Con lo bien que le iba quedando la barba blanca. Parecía un profeta del Antiguo Testamento…

–Es el primer caso de profeta mudo que registra la Historia – apuntó Milagros Luis Brito, quien prudentemente se había sentado a la espalda del presidente del Gobierno y se había colocado una bolsa de El Corte Inglés en la cabeza como medida de camuflaje –. Eso son los profesores otra vez. Se han insubordinado y tomado las calles. Se van a enterar. Mañana publico en los periódicos una carta a los abuelos de los alumnos explicando este atropello facineroso y su relación con el golpe de Estado de 1936…

 –Ruano, llama inmediatamente al 112 –ordenó Paulino Rivero.

–Es inútil –gimió Fernando Ríos–. Los móviles no funcionan.

–El mío sí –le contradijo triunfalmente Ruano –. Está especialmente diseñado por los servicios técnicos de Presidencia para situaciones de emergencia. Veamos. Ya está. ¿Sí? ¿Dígame? ¿El 112? No, soy Ruano. No, oiga, no quiero una pizza. He llamado al 112. Es una emergencia. Le repito que no quiero pizza. No, con anchoas menos. Me hacen daño las anchoas. ¿Peperoni? No sé. ¿Le ponen mucha salsa? Ya. Ya, claro – el consejero de Presidencia se dirigió dubitativamente a Rivero –. Tienen una oferta. Por una pizza familiar regalan una docena de alitas de pollo y un pan con ajo…

–¡Estamos perdidos! –gritó Fernando Ríos –. Incomunicados e indefensos. Y todavía esos socialistas canallas nos niegan la policía autonómica…

–Me importa un bledo – repuso Ruano -. La primera convocatoria la resolvemos en enero.

–¡Pero si no vamos a poder salir de aquí! ¡La niebla cubre toda la isla, todo el planeta, y está infectada de monstruos!

— Todo eso es absurdo – Soria enarcó las cejas –. Allí fuera no hay nada. Un poco de niebla y nada más. Que alguien abra la puerta y se asome para comprobarlo.

–Caramba – sonrió de nuevo Berriel –. ¿Por qué no lo haces tú?

–¿En este contexto de crisis económica y presupuestaria? Me niego por pura responsabilidad institucional. Que decida el presidente del Gobierno y el PP actuará, como siempre, con la máxima lealtad al pacto.

–Bueno, pues vete tú, vicepresidente – indicó Rivero mirando al techo.

–Creo que una decisión como esta, con todo respeto, debe ser sancionada por la Mesa del Pacto, y aquí no hay quórum… A ver, Roldós, hija, asómate a la puerta y convence a nuestros socios que allí fuera no hay nada…

Mercedes Roldós no dudó un segundo.

–A tus órdenes, José Manuel.

La consejera de Sanidad, con paso firme, se dirigió a la puerta, la abrió y asomó ligeramente la cabeza. De improviso surgió un viscoso tentáculo que la agarró por el cuello y la sacó de la habitación de un tirón. Lo último que le escucharon sus compañeros fue un aullido desesperado:

— ¡No te comas también el bolso, que es de Louis Vuitton! ¡Aaaaagh!

Soria palideció. Los restantes consejeros quedaron paralizados. Solo José Ramón Hernández pudo abrir la boca:

–Sea lo que sea, se la acaba de mandar como una rapadura…

Pilar Merino intentó ser optimista:

— Hay que guardar la serenidad y esperar un poco. No creo que pueda tragarse a Mercedes. Nunca nadie ha podido tragar a Mercedes y…

— ¡Esto es el fin! – clamó Fernando Ríos-. ¡Esto es una conspiración de la colonia para acabar con el nacionalismo canario…!

–¿Y el PP? –intervino Inés Rojas.

–Es una víctima colateral, pero que paga su culpa por colaborar en el mantenimiento el status quo colonial de nuestra sufrida tierra…¡Secundino, sálvanos! ¡Secundino, acuérdate de nosotros!

–Ríos, está usted perdiendo el juicio – A Soria le temblaba la voz-. Dimita y váyase a escribir editoriales a la calle Buenos Aires…

–Veamos el aspecto positivo de esta situación – Jorge Rodríguez, rodeado de expedientes y papeles, casi parecía exultante –. Con toda esta niebla será imposible detectar ni uno de los 200.000 parados que tenemos. Según mis cálculos, llegaremos a los 250.000 parados a mediados del próximo año, pero serán parados invisibles. Como la gente se recluirá en sus casas, se incrementará el ahorro y la renta familiar disponible…

— ¿Y quien va a notar si se derrumban o no unos hotelitos en Lanzarote? –agregó Berriel en voz bajita.

–Hombre, bien mirado, la cosa no pinta tan mal – reconoció Rivero-. Hay que pedir un informe al CES y ordenar a Martín que prepare un argumentario…

— De Martín ya no quedan ni las raspas… –recordó Barragán.

— Ese pibe…. Bueno, sin argumentario. Qué más da. Puede que todo este follón lo estén organizando los periodistas…

— No lo dudes, presidente – Soria mascullaba –. Esto es cosa de La Provincia. A mí me lo dijo personalmente Guillermo García Alcalde. Me dijo: “Voy a llenar Canarias de niebla, la transformaré en Londres, los turistas no querrán venir, se arruinará el Archipiélago y así tumbaré al Gobierno”.

–¿De veras te dijo eso?

–Te lo juro, presidente. Textualmente.  Por eso me persiguen, cuando yo hasta anteayer creía que salmón era una marca de after shave. ¿No es verdad que me lo dijo, Rita?

–Is veri true, mai boss. Uy, perdón. Se me escapa el inglés. Claro, con tanto viaje y tanta responsabilidad… En los estadios ingleses no te dejan entrar si no dominas perfectamente el inglés. Yo le dije al portero bat, ¿is posíbol?. Pues sí. Es posible porque es así…

— Y tú entraste – siguió Ruano.

— Ofcurse.

–Joder con el portero.

Unos golpes horrísonos comenzaron a estallar sobre la puerta. Al otro lado se escuchaba una respiración ansiosa y agitada que solo podría proceder de una bestia enorme, descomunal, furibunda. Los consejeros se parapetearon detrás de la mesa ovalada. Fernando Ríos saltó encima del mueble y elevó los brazos al cielo del soberanismo:

–¡Secundino, protégenos! ¡Secundino, vela por nosotros! ¡Comprendemos tu castigo, comprendemos tu ira por enmascarar un insularismo regionalista y panderetero como un nacionalismo realmente patriótico y consecuente! ¡Y estamos dispuestos a pagar por nuestros pecados, pero no pidas nuestra sangre! ¡Secundino, ten piedad de nosotros!

— Más tarde o más temprano – gruñó Paulino Rivero – saldremos de aquí, y me iré a hablar con Victoriano, y me va a tener que escuchar, Victoriano me va a tener que escuchar…

La puerta, agrietada, parecía a punto de ceder. Por los intersticios comenzaban a colarse jirones de niebla. El secretario general de Presidencia, con los ojos encendidos como brasas, señaló a Rita Martín, que temblaba como un flan registrado con todo lujo de detalles en el Libro Guiness.

–Entreguémosle esta mujer a la bestia. ¡La bestia quedará saciada! ¡La bestia quedará saciada!

La luz eléctrica que iluminaba la sala del Consejo de Gobierno comenzó a fallar. En la confusión de las sombras Rita Martín fue trasladada a empujones hasta la puerta y expulsada a la niebla. Durante unos segundos no ocurrió nada, pero después se escuchó la voz de la consejera de Turismo:

–Mister, lluare veri ugli…¡Aaaaagh!

Silencio. La luz volvió a cobrar toda su potencia. Los consejeros parecían derrumbados sobre sus sillas, exhaustos, demacrados, incapaces de cualquier gesto. Barragán se acercó temblorosamente a Paulino Rivero.

–¿Qué vamos a hacer, presidente?

–Pues seguir gobernando, José Miguel, seguir gobernando de sol a sol. A ver si te crees que porque llegue el fin del mundo vamos a abandonar el Gobierno. No hay elecciones autonómicas hasta mayo de 2011. Y nada de experimentos con la ley electoral. Canarias necesita estabilidad para gestionar el Apocalipsis.

Publicado el por Alfonso González Jerez en Me pagan por esto ¿Qué opinas?
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