La marcha de Ferrovial

Si alguien quiere enterarse de las razón que llevan a Rafael del Pino y a los accionistas de Ferrovial a marchase a  le basta con leer el clarividente artículo de Esteban Hernández sobre el asunto  en El Confidencial. Ferrovial no pretende –principalmente– ahorrarse impuestos y menos aún es ese el objetivo central del señor del Pino, uno de los empresarios más inteligentes y mejor relacionados del país, que lleva bastantes años compitiendo en el extranjero y captando la mejor mentefactura española. La decisión de Ferrovial se inserta en un movimiento que está tomando velocidad y que se intensificara en los próximos tiempos: el frenazo –parcial – de la globalización y la política de recolocación empresarial que está impulsando el gobierno de Joe Biden. Es lo que pretende Ferrovial: operar a lo grande en Norteamérica. Porque incluso si abona más impuestos ahí la cantidad de recursos en juego es descomunal y, por supuesto, vale la pena. Si Ferrovial pretende seguir creciendo en un horizonte de una década no le queda realmente otro camino en este contexto económico y geopolítico.

Desde finales del año pasado pueden leerse innumerables noticias, reportajes e informes sobre el temor en el seno de la UE –Comisión y Banco Central sobre todo – a que grandes empresas europeas se relocalicen en Estados Unidos. Bueno, es un éxodo complejo y ruidoso que ya está empezando. Es la consecuencia combinada de dos estrategias del gobierno estadounidense. Primero, el fondo obtenido por Biden a través de sus acuerdos con el Congreso para financiar su gigantesco plan de infraestructuras, dotado con 1,2 billones de dólares. De esta cifra, más de 110.000 millones de dólares se invertirán en creación y rehabilitación de autopistas y carreteras y otros 120.0000 millones en trenes de alta velocidad, ferrocarriles y vehículos eléctricos, todo, supuestamente, en los próximos ocho años.  Segundo, la llamada  ley de Reducción de la Inflación, que implica ayudas por valor de unos 430.000 millones de dólares y que incluye exenciones fiscales, subvenciones y reembolsos para tecnologías verdes y de ahorro energético. Muy rápidamente: Holanda proporciona a Ferrovial un marco regulatorio más estable y un acceso más directo a mercados financieros en mejores condiciones crediticias, y es un paso operacional hacia el objetivo de cotizar en bolsa en Estados Unidos. Un país en la que ya trabaja en gestión de autopistas y en la ejecución de varios tramos del AVE de California. También desarrolla proyectos en el Reino Unidos Australia o Chile. La gente que se altera ahora con el traslado de la residencia fiscal de Ferrovial a Holanda parece que no se sentía molesta cuando compraba empresas como Amey, en Inglaterra, y ajustaba un 10% de su plantilla (luego, ciertamente, la incrementó).

La compañía presidida por Rafael del Pino no intenta  salir corriendo para no pagar impuestos. Quien caricaturice así la decisión de Ferrovial evidencia que no se está enterando de nada. Simplemente transforma sus estrategias de desarrollo y crecimiento para adaptarlas a las nuevas estructuras y pautas del capital internacional: la relocalización empresarial contra una globalización a la baja, el neoproteccionismo norteamericano con sonrisa ecológica y la firme determinación de los estadounidenses de atraer a las mejores empresas europeas. No es una particularidad de Rafael del Pino y sus accionistas, ni una deserción pesetera, ni una falta de patriotismo donde jamás el patriotismo ha pintado nada. De hecho, Ferrovial arriesga. Y, por supuesto, su decisión  deviene jurídicamente inevitable. Lo mejor que podía hacerse es no montar autos de fé para condenar la acumulación capitalista e insultar a la empresa y su presidente como alumnos hiperventilados de segundo de Políticas, sino extraerles un compromiso público y explícito de mantenimiento de su actividad empresarial, de su inversión en innovación y de sus más de 5.000 puestos de trabajo directos en España.   

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Cultura para todos

Mediada la mañana en el pleno parlamentario se hizo carne mortal el viceconsejero de Cultura del Gobierno autónomo,  Juan Márquez, que entró en la tribuna de invitados acompañado de una marabunta de cargos públicos, colaboradores, asesores más o menos áulicos y dos o tres empresarios que se enriquecieron en su día con Coalición Canaria en el poder y que ahora y en el futuro quieren poder embostarse después de que les sean perdonados sus pecados de lustros anteriores. El motivo de tan ilustre comitiva era la votación del dictamen de la propuesta de ley del Sistema Público de Cultura en Canarias que todas sus señorías interpretaron, en un escenario conceptual e intelectual de cartón piedra, como testigos entusiastas de un momento histórico excepcional.

Un servidor invita encarecidamente a su veintena de lectores que consulten el dictamen de la Comisión de Educación y Cultura sobre la ley engendrada por Márquez y su equipo de luminarias  y más enriquecida  que Elon Musk– según afirmaron todos los portavoces parlamentarios—por corporaciones públicas y entidades privadas. El comienzo del texto es de una claridad deslumbrante: “La cultura es uno de los grandes conceptos (sic) que mueven el Estado democrático y de derecho contemporáneo (sic) hasta el punto de haber sido propuesta (sic) como el cuarto elemento del Estado que habría que sumar a los tres tradicionales de poder, población y territorio (sic)”.  Es un asunto menor, lo entiendo, pero, de verdad, ¿de qué edición del Petit Larouse extrajeron los redactores la definición de Estado contemporáneo?  Toda la exposición de motivos es una exhibición de ignorancia petulante y mamarrachesca desarrollada en una prosa parapléjica. No obstante debe reconocerse que esta introducción no desdice el contenido real de una ley a la vez principista e invasiva y obsesionada por el control político- administrativo de la creación cultural, una ley innecesaria y burocratizante que además define y limita la estrategia de las políticas culturales que se impulsen en Canarias bajo premisas o demasiado obvias o demasiado discutibles. Por supuesto que un engendro reglamentista de esta naturaleza, cuya voluntad dirigista es indisimulable,  culmina con la creación de dos nuevos órganos cavernosos: la Comisión de Coordinación del sistema público de cultura de Canarias y el Consejo Canario de Cultura, torre babélica en la que estarán representados todos los sectores, todas las artes y oficios, todas las sensibilidades y ambiciones y los sindicatos y los empresarios y la suegra del lector de esta columna si ha leído Mararía o se despista un poco.

Lo más penoso fue escuchar las encomiásticas majaderías de los diputados. Uno de ellos se congratuló casi hasta las lágrimas porque la nueva ley garantizaba el acceso a la cultura como un derecho, como si no lo hicieran ya la Constitución española y el Estatuto de Autonomía. Otro graznó que la ley blindaba un presupuesto creciente para las políticas culturas públicas, cuando no existe ninguna normativa en el ordenamiento jurídico español o internacional con semejante fuerza demiúrgica. Tampoco resulta necesaria una ley autonómica para la coordinación de las administraciones públicas en materia cultural y patrimonial. Es más flexible, más práctico, más eficiente llegar a acuerdos consorciales, periódicos y siempre revisables, que estar sujetos al cumplimiento de una ley que va a entorpecer con más expedientes y comisiones y reuniones y memorandos la colaboración interadministrativa. Nada de esto impidió, por supuesto, que el voto favorable a la ley fuera unánime y que puestos en pie sus señorías aplaudieran a Márquez como cierta familia de mamíferos marinos suelen hacer en los espectáculos del Loro Parque. Entre los diputados me fijé en un anciano que ya no repetirá en la Cámara pero que a cambio de insistir  consiguió el respaldo de los suyos al proyecto de ley.  Desde la Viceconsejería de Cultura le han prometido que será el primer presidente del Consejo Canario de Cultura. También el echadero es toda una cultura.     

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Manolo Vieira

Se le murió a la gente Manolo Vieira y de inmediato, es inevitable, comenzó la llovizna de elogios, encomios, ditirambos, parabienes. Vieira es el mayor humorista que ha tenido en Canarias y durante algunos años, sinceramente, pareció el único. Y también el primero. ¿Alguien conoce algún predecesor mínimamente interesante? Existe literatura humorística – en la poesía satírica y burlesca de finales del XIX y principios del XX se puede encontrar, así como en novelistas del último medio siglo – pero humoristas no. Es un hecho interesante y tal vez culturalmente significativo. El canario sabe reírse pero no hacer reír. Durante mucho tiempo el chistoso, el gracioso, el ocurrente, estaba mal visto. En el fondo todavía lo está: maldito burletero. Por supuesto lo que se puso a hacer Vieira muy a principios de los años ochenta, cuando pasó de camarero a cómico, era stand up, el formato cómico creado en Estados Unidos más o menos después de la II Guerra Mundial, algo que el joven Vieira posiblemente no sabía. Por entonces solo existía un referente lejano, Gila, y los  chistosos que salían en los programas de espectáculo de TVE, de Fernando Esteso a Pepe Da Rosa. Dice la leyenda que Vieira comenzó contando chistes pero que poco a poco – o quizás rápidamente – introdujo narraciones y observaciones sobre la vida cotidiana y populosa de Las Palmas, especialmente de La Isleta, que era su barrio.

No tardó en saborear el éxito. Una de sus claves fue que  Manolo Vieira encarnó, en sus monólogos narrativos, el papel de observador concernido. Era un tipo de La Isleta que contaba cosas que le ocurrían a otros tipos de La Isleta. Con su mismo léxico, su mista sintaxis, sus mismos ritmos y silencios irónicos. Vieira eras tú, él y ella, nosotros o yo, pero mucho más astuto que todos: había transformado menudencias cotidianas en una identidad compartida, en un código emocional, en un espejo hilarante.  Sus discípulos e imitadores (a veces no es fácil distinguirlos) nunca lo superaron porque Vieira se nutría de su propia biografía, de sus experiencias cotidianas, de su interacción con una realidad dura y jodida, pero finalmente acogedora. Y cuando todo eso acabó le bastó con la memoria, por supuesto. Lo mismo que ocurre con otro camarero egregio, Alexis Ravelo. En ambos casos el oficio era su vida y su vida alimentaba su oficio devorador. Observación penetrante, capacidad de simbolizar un mundo de relaciones y asociaciones, excepcional talento narrativo. Se pueden transmitir técnicas, pero no se puede enseñar un espíritu artístico.

Vieira, sin embargo, es un humorista cuya complejidad va más allá de un costumbrismo afable y cómplice. La identidad le servía, más como escudo que como espada, para burlarse de todas las cosas – la ridiculez, los toletes, el godo, la cursilería, los abusadores, la petulancia, los cobardes, los chismosos, la pedantería – salvo de una: la propia identidad. Es cierto que en algunos monólogos – no siempre los mejores – parece desdoblarse por un instante y aquí y allá llega al límite, pero jamás lo cruza. Era demasiado inteligente y, sobre todo, conocía demasiado a su público para saber que el canario no sabe ni quiere ni soporta, en realidad, reírse de sí mismo. Al canario reírse de sí mismo se le antoja algo inimaginable: un pueblo masoquista cree que ya está bien criticado y ridiculizado por los demás. Es comprensible que Manolo Vieira, por su edad y su experiencia vital, no diera el paso. El paso de reírse abierta y si cabe ferozmente de nuestras idioteces, nuestras miserias, nuestros terrores, nuestros complejos y pesadillas, nuestros sueños y fantasías. Pero los que se llaman sus discípulos – ahora mismo todos – han incumplido ese tránsito imprescindible para llevar al humor canario a la madurez y abrirlo a nuevos caminos que no sea complacerse con nuestros tics, nuestras inercias mentales, nuestras mentiras. Pasar de reírse con tu público a reírse contra tu público y seducirlo con esa apuesta. Para que el humorismo canario alcance su madurez definitiva debe superar la self pity risueña, la indulgencia para con nuestras tonterías.  Los canarios deben aprender a reírse de sí mismos.  Después del comienzo irrepetible — y demasiado repetido — de Vieira esa debiera ser el objetivo de los humoristas isleños A ver cuándo empiezan.

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El paraíso FITUR

He visto  a algún que otro político añadir un comentario asombroso a las fotos que se ha sacado en FITUR: “Defendiendo a Canarias”. ¿De verdad? ¿Ahí también? Esto parece ya un torneo medieval en el que, más que defender a la bella Canarias, se defiende el honor de sus propietarios. Me chismorrean que la Feria Internacional de Turismo está en esta edición, una vez superado el covid y eliminadas las penúltimas medidas higiénico-contagiosas, más concurrida que nunca. Casi como en los viejos tiempos, en esos locos finales de los noventa y principios del nuevo siglo, cuando si no habías visitado FITUR para no hacer nada, no eras nada. Según la tradición oral FITUR alcanzó una síntesis perfecta entre Sodoma, Gomorra, Casa La Húngara y las madrugadas de Calígula: cenas pantagruélicas, barras libérrimas, saunas curbelianas, fiestas públicas y privadas, gente que anunciaba su alojamiento en un hotel y desaparecía en otro durante tres días, súbitas morenazas y morenazos que aparecían de repente y te acariciaban el cogote, políticos panzudos entrevistando a periodistas esbeltas, lluvias nevadas y doradas, tremolar de banderas, focos, musicona, miles de canapés y copas de cava expandiendo  el universo. En la única ocasión que asistí – eran cuando los dinosaurios gobernaban la tierra y Juan Carlos Becerra  la Consejería de Turismo – el Gobierno autonómico incluso había pagado — se hizo durante bastantes años – lo que llamaban Fiesta Canaria en Madrid. Alguien me arrastró a ese aquelarre que se celebraba en algún hotel de lujo de la villa y Corte: bailó una comparsa, cantó alguna vieja gloria dentuda,  inolvidable y ya olvidada, un grupo folklórico cayó como en paracaídas sobre el escenario…El horror completo. Sin embargo, lo más intranquilizador fue la presencia de famosetes de medio pelo que iban y venían con una copa en la mano – a veces con una copa en cada mano – saludándose entre ellos porque, evidentemente, no conocían a nadie más. Con señalar que la más conocida de las groupies era Paula Vázquez, una piba gallega de piernas larguísimas que presentaba concursos oligofrénicos en la tele está todo más o menos dicho.

¿Para qué se gastaba un océano de perras en estas sandeces?  Casi todos los asistentes eran canarios que, para ser sinceros, ya llegaban bastante empedusados desde la sede de Fitur. Y la mayor parte de los canarios eran políticos acompañados por sus cortes: el jefe del Gobierno, su staff presidencial y varios consejeros, presidentes de cabildo, alcaldes, concejales, responsables de patronatos y sociedades públicas turísticas, asesores variopintos. Luego esos políticos invitaban o contrataban  — lo mismo que invitan o contratan hoy – a medios de comunicación isleños para detallarles que Canarias era una potencia turística mundial, que jamás habían venido tantos turistas, que todo era cacao maravillao y que los actos del gobierno, del cabildo o del ayuntamiento habían obtenido un seguimiento extraordinario, es más, el stand de Canarias, que había costado decenas de miles de euros, había obtenido el primer premio al stand más bueno, bonito y barato de Fitur. Todo era, en definitiva, un carísimo ejercicio onanista por la que una feria internacional de turismo se rentabilizaba para la proyección publicitaria de los responsables políticos en la comunidad y en las islas. Un juego de espejos entre canarios y, sobre todo, para canarios victoriosos y toletes.

Porque lo más asombroso de esto es que el Gobierno y el resto de las administraciones públicas canarias les pagaran la promoción de los destinos turísticos del archipiélago a las empresas que año tras año aumentaban sus ingresos. Y aun lo hacen. ¿Cuántos millones de turistas deben venir a las islas para que las empresas turísticas se paguen íntegramente su promoción nacional o internacional? ¿Veinte millones? ¿Treinta? ¿Cuarenta? ¿Y cuándo nos hayamos hundidos bajo ese peso turístico seguiremos pagando desde el fondo del mar los stand, fiestas y canapés de Fitur?      

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Quiten ya esa basura franquista

Es difícil explicar qué hace ahí el mojón monumental que exalta a Francisco Franco, caudillo de España por la gracia de Dios,  a principios del año 2023. En el gobierno municipal dicen y repiten que hay muchas razones jurídicas o reglamentarias y se ha instalado el argumento – por la gracia de Dios también – de que se está castigando a Santa Cruz  de Tenerife al exigir la retirada de un conjunto escultórico cuando el catálogo de vestigios franquistas no  está definitivamente cerrado. Es un argumento peregrino, por decir algo.

–¡Nos quieren quitar la mierda franquista de la calle antes que a los demás! ¡Es injusto! ¡Qué crueldad, coño, que crueldad!

Como ciudadano de Santa Cruz de Tenerife me encanta ese orden de prioridades que malvadamente ha auspiciado el Gobierno autónomo. Más aún: se me antoja vergonzoso,  asfixiantemente vergonzoso, que esta ciudad y su ayuntamiento no hayan desmontado esa ignominia hace ya lustros sin la puñetera necesidad de una ley de Memoria Histórica ni menos aún de un catálogo de vestigios franquistas. Que los que viven en la barriada García Escámez quieran mayoritariamente que su barriada siga llamándose García Escámez tiene un pase. No es que adoren al general, sino que sospechan las molestias postales que podría significar el cambio de nombre, por no hablar de la identificación nominal de un territorio que es un vecindario, una red de relaciones en el tiempo y una memoria compartida. Nada de eso ocurre con ese monumento de pésimo gusto instalado al final de las Ramblas que anteayer también se llamaban del general Franco, por supuesto. Franco, Franco, Franco. Incluso entre los golpistas españoles hay clases. Franco – su nombre, su figura, su iconografía – fue omnipresente en Tenerife y en España durante casi cuarenta años. En cambio, el relativamente chicharrero Leopoldo O´Donnell, uno de los espadones de la España decimonónica, no tiene nada que lo recuerde en la ciudad en la que nació, salvo un busto en el que no reparan ni las palomas más cagonas del parque García Sanabria. El engendro de Juan de Ávalos es  una exaltación en toda regla a la figura  del dictador echando mano de una angeología franquista que ya había empleado anteriormente. Fue levantada por suscripción popular: tanto a los funcionarios como a los trabajadores del sector privado se les retrajo parte del salario para contratar al escultor y ejecutar la obra. El ABC, a propósito de su inauguración en marzo de 1966, informó que al acto habían asistido “más de 100.000 personas”. La ciudad tenía por entonces unos 142.000 habitantes. Lo único realmente llamativo es una conmemoración escultórica de esta naturaleza en una fecha tan tardía, ya bien entrados en los años sesenta. Todavía está por escribir la historia de este despropósito propagandístico. El profesor Alejandro Cioranescu ni siquiera lo menciona en su Historia de Santa Cruz de Tenerife, que ocupa cuatro densos tomos.

Algún concejal con muy escaso trato con libros y bibliotecas ha protestado en este mandato porque estima como una expresión de resentimiento la exigencia de que se retire el monumento que homenajea a Franco y a su gesta carnicera. El hombre recomendaba no mirar hacia atrás, y no hacia adelante, para aprender a vivir en libertad. Franco le hubiera hecho una estatua. Un angelito con un polo lacoste chupando una piruleta. Lo que no hay que olvidar es el inmenso daño que le provocó esa bestia  taimada, cruel y mediocre a la ciudad, a Tenerife y a toda Canarias. No solo asesinato, torturas y violaciones, sino hambre, incautaciones, pelagra, miseria, libertades rotas y cerca de un cuarto de siglo de excepcionalidad económica que nos hizo perder décadas de desarrollo. Y ahí sigue, mirando a la bahía donde se ahogaron y pudrieron docenas de sus víctimas. Basta ya de subterfugios idiotas y de cantinflear ridículamente: quiten esa basura franquista del espacio público de nuestra ciudad.   

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