Mensaje presidencial

Siguiendo una prescripción facultativa he escuchado el mensaje de Fin de Año del presidente Ángel Víctor Torres varios días después. Es un subgénero. El mensaje, no el presidente. El subgénero exige un tono tranquilo, un hablar sosegado, una mirada brillante entre confiada y paternal. También demanda como ingrediente principal la esperanza. Te guste más o te guste menos un presidente no puede prescindir de la esperanza. En los discursos presidenciales está tolerada cierta melancolía, una especie de ducha tibia para desprenderse de los restos de un pasado triste pero al fin y al cabo prescindible. Pero el escepticismo no. El escepticismo es antipolítico. El político no puede siquiera mostrarse escéptico porque estaría lapidándose a sí mismo. Es decir, si existen razones para el escepticismo, para el cansancio, para el descreimiento,  es que el político no está haciendo su trabajo debidamente. Por eso los políticos en general, y los presidentes en particular, necesitan del optimismo, y detestan a los agoreros, a los críticos, a los escépticos. Sabe que si ganaran perdería toda legitimidad. El optimismo siempre ha sido, pero hoy lo es más que nunca, una herramienta de comunicación política. ¿Por qué más que nunca? Porque la política se ha sentimentalizado y sin optimismo es difícil crear sentimientos positivos.

El presidente Torres es un político tradicional, curtido en el acre municipalismo de medianías, pero admirablemente aclimatado a los nuevos tiempos de la posverdad, la retórica negacionista y el sentimentalismo tardosocialdemócrata. Como político tradicional  sabe que debe elogiarse al pueblo. Incansablemente si es necesario. Alabar su valor, su trabajo, su capacidad de sacrificio, su amor a la patria, al pueblo, al barrio. Es un método tradicional porque alabando al pueblo el político termina alabándose a sí mismo. Primero porque le rinde pleitesía a algo de lo que forma parte. Y en el caso de gobernar porque ese pueblo, tan digno e inteligente, le ha elegido a él, con lo que se cierra un círculo perfecto. Luego Torres se refirió, por supuesto, a esa simpática y ya entrañable serie de catastróficas desdichas que han terminado siendo su corbata favorita, su pata de conejo, el osito de peluche con el que concilia el sueño todas las noches. Ya se sabe: Thomas Cook,  una pandemia universal, una crisis económica terrible, un volcán que estalla en La Palma y enrojece los cielos durante semanas, una guerra en Ucrania que conlleva nuevos problemas de abastecimiento y una inflación galopante. Hace poco, en una entrevista periodística, Román Rodríguez le decía al periodista que a pesar de todas las desgracias el Gobierno autónomo había funcionado maravillosamente. “Sin ninguno de estos problemas”, agregó, “hubiéramos hecho virguerías”. Es exactamente lo contrario. Lo que han hecho –incluidas algunos aciertos indudables – es gracias  a las desgracias, y en especial a la pandemia y la crisis económica subsiguiente, que llevó a la UE ha políticas de expansión de gasto y suspensión de las reglas fiscales y al Gobierno español a inyectar recursos financieros no previstos presupuestariamente. Es más: cabe sospechar razonablemente que en unas circunstancias normales el Gobierno hubiera estado en apuros y su cohesión interna hubiera atravesado momentos muy delicados.

Finalmente el jefe del Ejecutivo tiró de otro clásico. El futuro será mucho mejor. O como ya dijo un político hace más de siglo y medio: “Nuestras mejores canciones están aún por cantarse”. Seguramente Torres espera que no ocurra nada hasta finales de mayo. Tal vez sea demasiado optimista pero, ¿cómo no serlo en su caso si cada catástrofe viene con un pan bajo el brazo, si es una felicidad ser fijo discontinuo con 600 euros mensuales, si no deja de crecer la desigualdad social? Ni que fuéramos bobos.

 

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Periodismo pichulita

Una pregunta: ¿el periodismo puede hablar de cualquier cosa? Parece obvio. Existe un axioma del oficio que le he oído a Vázquez Montalbán, a Jorge Lanata o a Indro Montanelli: “No existen géneros pequeños, sino periodistas pequeños”.  Es muy plausible. Pero, ¿y cuando el periodista decide empequeñecerse? ¿Cuándo el mismo oficio opta por liliputizarse? Abrir el camino al conocimiento de la verdad de un hecho es periodismo. Pero, ¿de todos los hechos? ¿El periodismo puede ser un dignamente un chismoserismo? Confieso que me he quedado petrificado al descubrir a periodistas a los que aprecio, e incluso admiro, escribiendo sobre la ruptura sentimental – en fin – de  Mario Vargas Llosa con Isabel Presley. La mayoría han adoptado, como es obvio, un tono muy irónico, al entender que están muy por encima del asunto. Pero si estás tan por encima del asunto, ¿para qué escribes sobre el asunto en cuestión? Les pondré el caso de un periodista gallego que escribe muy bien y que se llevaron a Madrid y ahí le ordenan: “Oye, vete mañana a cubrir un discurso de Núñez Feijoó, y pasado a una manifa de animalistas, y cúrrate los partidos de fútbol de la selección en el Mundial, y ya puestos, escribe sobre lo del Nobel y la Porcelanosa…” Aparte de que eso no es un periodista de Sanxenxo, sino un escribano de Tebas, lo terrible es que el estilista se dedica a hacer chistes que oscilan entre Martínez Soria y Vizcaíno Casas. Cosas como que Vargas Llosa le remitió a Presley el manuscrito de su última novela y ella le respondió que no regresara nunca más, puf, menuda crítica literaria más brutal, jajaja, se quedó hecho polvo el peruano.

¿Qué es lo que ha llevado a que el periodismo patrio le dedique página y más páginas a este episodio? Se me dirá que la implicada es la figura dominante del papel couché en los últimos cuarenta años y que el implicado es premio Nobel de Literatura, pero eso deviene circunstancial o mejor, es tratado en estas semanas muy circunstancialmente por el chismoserismo. No se garrapatea sobre las lecturas de la dama o sobre las primicias a tanto la pieza del caballero o viceversa. Lo que sea cada uno es solo un marcador dramático y no forma parte del meollo del asunto. El meollo es, por supuesto, la intimidad real o imaginaria entre ambos. ¿Y cuándo ha sido la intimidad entre dos personas objetivo del periodismo, si esa relación no tiene una trascendencia más allá de lo estrictamente familiar o amical? Todo el mundo, en efecto, tiene una historia, y todas las historias son potencialmente interesantes. Pero esta historia que ahora se cuenta ya está escrita. Sus meandros narrativos han sido prefijados hace siglos y en cada artículo suenan como ventosidades dulcemente esperadas: celos, cuernos, caracteres incompatibles, mentiras y postergaciones. Es un cuento viejo, no una valiosa historia que pudiera deslumbrarnos a todos,  y el placer de los lectores consiste en escucharlo una y otra vez. Huum. Sabroso.

Alguien ha encontrado en un cuento publicado por Mario Vargas el anuncio de la ruptura, como si los escritores dejaran pistas que en algún momento se convierten en profecías autocumplidas. No, así no funciona el oficio, pero da igual. El protagonista del cuento explica que se enamoró de una mujer no con la cabeza, sino con la pichula. La palabra ha encantado al chismocerismo y no hay columnista imbécil –de cualquier sexo – que no la celebre. Yo la leí por primera vez en una admirable novela corta de Vargas Llosa titulada Los cachorros.  Pichulita Cuéllar, después de su terrible accidente, es desterrado por familiares y amigos y pierde su propia dignidad. Es un poco lo que el periodismo está haciendo consigo mismo. Un periodismo que lo sentimentaliza todo. Un periodismo de trinchera. Un periodismo que solo sabe ser apocalíptico o frívolo, genial o idiota, y al que todo el mundo va apartando con desprecio. Un periodismo pichulita.       

 

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En la muerte de Nicolás Redondo

La muerte a los 95 años de Nicolás Redondo se antoja un triste colofón a las celebraciones de los cuarenta años de la llegada del PSOE al Gobierno español. Su longevidad ha asombrado a algunos, que lo creían muerto y enterrado hace lustros. ¿Por qué  fue importante Redondo, secretario general de la UGT, para el devenir del PSOE? Porque Redondo, líder del socialismo obrerista de Vizcaya, decidió en Suresnes no presentarse a la secretaria general y apoyó con toda su testaruda fuerza de voluntad a un joven de 32 años llamado Felipe González. Dos o tres días antes también fue el empeño de Redondo el que llevó a joven González a pronunciar un discurso sobre la situación del tardofranquismo y de las fuerzas y debilidades del PSOE que obtuvo un respaldo entusiásticamente unánime. El vasco tenía el congreso ganado. Precisamente el apoyo de los militantes andaluces a su figura era muy claro. Fue él  — con el nihil obstat de Ramón Rubial – quien entronizó a Felipe González, quien apenas ocho años después ganaría unas elecciones generales con una amplísima mayoría absoluta. El último que lo ha contado (y muy bien) es Ignacio Varela en Por el cambio, un libro my conveniente que no tiene una página sin interés.

Dicen que Nicolás Redondo mantuvo la lucidez hasta hace muy pocos meses. Es una lástima no haber escuchado su opinión sobre este gobierno psocialista y esta Unión General de Trabajadores. Por algo se mantuvo callado ante lo que Yolanda Díaz ha llamado “el mejor gobierno de la democracia”. Porque ya la desvergüenza sale gratis. Incluso sale a devolver: Díaz ni siquiera necesita una mínima perspectiva temporal para proclamar su triunfal autoevaluación. Si Redondo le hizo una huelga al gobierno de Felipe González por una reforma laboral que no incluía tocar la indemnización por despido, ¿cómo hubiera reaccionado frente a una reforma “progresista” que no modificaba los recortes que en materia indemnizatoria había hecho previamente la derecha? Este era un mundo ya incomprensible para un dirigente sindical nacido antes de la Guerra Civil. Un mundo en el que los sindicatos habían renunciado a su autonomía para funcionar exclusivamente – sobre todo en las administraciones públicas, su último espacio de privilegio, liquidada ya la mayor parte de la industria nacional –como correa de transmisión de los anhelos y propagandas del Gobierno. Es muy improbable que a Redondo le fascinara el espectáculo de los dirigentes de UGT y Comisiones Obreras aplaudiendo extasiados a una ministra de Trabajo. En el fondo estiró todo lo que pudo la épica de la lucha marxista y revolucionaria. Si en el PSOE Felipe decidía que había que ser socialistas antes que marxistas a él no le parecía mal, con tal  no intentaran convencerlo que había que ser socioliberal antes de ser socialdemócratas. Pero en el sindicato era distinto. El sindicato era el sindicato. Yo escuché a más de un socialista que, en los años de la “doble militancia” Redondo y los suyos consideraban que el PSOE se estaba convirtiendo a toda velocidad en una maquinaria del poder desprovista de ideología y compromiso social, pero que el sindicato era la reserva moral del psocialismo español. Tal vez. YE, sin embargo, fue bajo el liderazgo de Nicolás Redondo cuando, al mismo tiempo que el PSOE se pragmatizaba – en especial desde principios de los noventa — la UGT se transformó en una burocracia con su guerra de guerrillas, sus clanes compinches, su negativa a cualquier transformación propia frente a la transformación veloz de la sociedad posindustrial. Como tantos luchadores antifranquistas de su generación sentía una obvia incomodidad ante la sencilla pregunta de si desaparecido el movimiento obrero, el obrerismo y casi el obrero, era todavía posible, útil, convincente el sindicalismo. “Siempre que las cosas del sindicato las lleve el sindicato todo va bien”, dijo una vez, insistiendo en el mantra de la autonomía. Meses después el escándalo de la cooperativa de viviendas PSV lo contradijo. Poco más se marchó y comenzó a sembrar casi 30 años de silencios y desdenes.

 

 

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Rodin o Rodri

El proyecto del Museo Rodin en Santa Cruz de Tenerife impulsado por el ayuntamiento capitalino podría parecer inconveniente, inactual, superfluo, abiertamente rechazable. Un servidor cree sinceramente que algunos de sus objetivos eran rigurosamente criticables y participaban al mismo tiempo del entusiasmo político y del amateurismo en la gestión. Pero en solo tres meses lo que parecían críticas razonables (aunque no siempre bien razonadas) han dado paso a una entusiasta cacería donde se han coordinado oposición, sectores académicos y medios en los que se han encontrado amiguitos dispuestos a difundir que Rodin era un pollaboba anacrónico, lo de las copias un negocio apestoso, toda la operación un trasunto olalá de Las Teresitas. Mantener que la idea de instalar un Museo Rodin en Santa Cruz era mala resultaba lícito, pero justificar el rechazo con esta vomitona de estupidez, malignidad e ignorancia es un fracaso en sí mismo.

Y dentro de lo peor se encuentra, sin duda, la actitud de la oposición municipal. Una oposición que en el inefable caso de Ramón Trujillo – el cero a la izquierda más contrastado de la política tinerfeña – se abre con una advertencia a los medios de comunicación: si no difundes automáticamente mi denuncia eres un medio vendido al poder. Como el medio vendido al poder no le hace puñetero caso Trujillo facilita el nombre del mismo y le lanza encima un cazo de mierda. Aunque parezca increíble el medio de comunicación se molesta y decide pasar de las sandeces del concejal. La conclusión de UP es clara: vivimos en un fascismo bermudista. En general ha sido la tónica en este asunto: denunciar el ominoso silencio de los medios de comunicación locales que no suscriben de inmediato el examen de la oposición y aplaudir entusiásticamente una nota de 30 segundos en Tele 5 o un reportaje en El Español indiferente al contexto social y cultural de Santa Cruz de Tenerife en la actualidad y en las últimas tres décadas. Si no salimos con antorchas encendidas hacia el despacho del alcalde somos sospechosos. Durante esos treinta años no ha existido de facto una auténtica política cultural en Santa Cruz de Tenerife; curiosamente ahora, cuando desde el gobierno municipal se aboceta un proyecto en el que el Museo Rodin solo era uno de los ejes, la oposición, por desgracia, no presenta propuestas correctivas, no ofrece alternativas, no muestra ningún interés en consensuar absolutamente nada. Prefiere cacarear un escándalo, intentar rentabilizar electoralmente una indignación impostada. Ni el PSOE ni Unidas Podemos – esa UP que, por cierto, expulsó a Sí se Puede del ayuntamiento santacrucero porque esta ciudad sin Trujillo no puede respirar—cuentan con un proyecto cultural para Santa Cruz de Tenerife.

La dirección del Museo Rodin ha decidido desistir. Si no habrá un Museo Rodin en Tenerife no será por el gobierno municipal, sino porque egregias figuras opositoras han insinuado que esto era un caso de mamandurria; sinceramente me extraña que alguna portavoz no haya publicado su sospecha de que el tal Rodri era amigo del alcalde, tiene un bareto en la calle La Noria y falsifica piezas en un taller de chapa y pintura de Salud Alto. Uno espera, tal vez ilusamente, que en un lustro estén rehabilitados el Parque Cultural Viera y Clavijo, el Templo Masónico, el antiguo edificio de la Escuela de Artes y Oficios y el Palacio de Carta — proyectos todos materializados por el equipo de gobierno actual — y sea posible articular en esta excepcional red de espacios los contenidos de una política cultural que incluya el excepcional patrimonio escultórico con el que cuenta esta ciudad y que no olvide más a nuestro maltratado Museo Municipal de Bellas Artes, un tesoro casi desconocido para los chicharreros del que tanto el gobierno como la oposición deberían ocuparse. Ya mismo.   

 

 

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Pío Baroja

Uno debe tener cuidado con sus rescatadores. Sobre todo con los más piadosos: suelen ser los más crueles. Para arrancarte de las garras de los secuestradores están dispuestos a todo. Incluso a cambiar tu libertad por tus ojos o por una pierna. Los que rescatan a escritores de supuestos secuestradores ideológicos son gente definitivamente peligrosa, aunque ocurre en todas partes. Recuerdo a un amigo que insistía mucho en que Frank Capra era un tipo muy progresista, siempre al lado de las mayorías. Cuando le documenté que Cabra había militado toda su vida en el Partido Republicano me contestó, imperturbable, que los que se habían equivocado al fichar a Capra eran los republicanos. Capra estaba al lado de las mayorías de clase media, blancos y respetuosos no solo con las leyes, sino con los prejuicios vigentes, y en sus películas regía el curioso principio de que los ricachones sentían vergüenza al explotar a la clase obrera. Lo hacían, pero con muchísima vergüenza, y demás de vez en cuando, en sus películas, pedían perdón.

Ahora se han cumplido los 150 años del nacimiento de Pío Baroja y un escuadrón de letraheridos se ha lanzado a la enésima operación para higienizarlo ideológicamente. En algún que otro caso casi lo convierten en un antifranquista. Todo eso es una patochada. Baroja jamás fue de izquierdas. El único partido en el que quizás militó – en el que hizo campaña electoral para convertirse en concejal y diputado sin conseguirlo – fue el Republicano Radical y la verdad es que el lerroxismo (vocinglero, anticlerical, patriótico y muy poco reformista) le venía como anillo al dedo, al menos en la segunda década del siglo. Toda la biografía de juventud y madurez de Baroja está trufada de incoherencias: simpatías anarquistas, reformismo vacuo y mesiánico, curiosidad a veces un punto congratulatoria por las revoluciones comunistas y fascistas, aplausos a regímenes dictatoriales, incluyendo, obviamente, la dictadura franquista con toda su miseria y su brutalidad. En realidad no existió ningún compromiso político o moral en esas sucesivas coyunturas. Estaban signadas por la comodidad, la curiosidad o simplemente por el miedo y la desesperación. Baroja fue esencialmente  barojiano: un individualista feroz y pacífico, descreído y (sin embargo) hechizado por los hombres y las mujeres, por sus vidas erróneas y sus triunfos fugaces, por el peso melancólico de la Historia y por el placer inaudito de contar el cuento. Ni republicano, ni franquista, ni vasco militante ni españolista dramático. Déjenlo vivir. Déjenlo sobrevivirse.

Siempre me ha maravillado que un opinador incansable como Baroja – chismoso casi siempre ameno y que no sabía reprimir sus desprecios – consiguiera ser un espléndido novelista. La gente que se pasa el día opinando – créanme – no suelen interesarse demasiado por los alrededores. Intuyo que Baroja lo consiguió precisamente porque su confusa y escéptica identidad ideológica nunca se interpuso en su labor, que no era denunciar, ni criticar, ni poner en cuestión nada. Como las cosas no tienen arreglo lo único que queda es contarlas “con precisión y rapidez” como dice el mismo escritor. No le interesan ni los grandes hechos ni los grandes  hombres: más bien le repelen. La vida no tiene sentido interno, ni coherencia moral, ni mensaje encriptado. Es desorden, dolor y un caos vociferante e interminable. Y así la contó como la pudo ver. Decir lo que se debe decir es su mandato: un mandamiento que corrompe cualquier estilística. Por tanto a Baroja no le interesa demasiado escribir bien. Y no lo hizo.

Un escritor ahíto de convicciones,  pero que narra las existencias vulgares al margen de las mismas, que cuenta sin maquillaje ni consuelos la lucha por la vida, que cree menos en la Historia que en las historias de los hombres y que se negó a catequizar y a ser catequizado: al novelista Pío Baroja le queda por delante una larga inmortalidad.   

 

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